viernes, 18 de diciembre de 2009

De cabeza

Ayer escuchaba en la SER -o no SER, dependerá de si hay más acuerdos de Prisa con Mediaset- que un señor protestaba porque cogió un taxi que no le quiso llevar a Urgencias porque estaba de huelga. Y el divino in-paciente –aún no lo era formalmente- se quejaba por los servicios mínimos, aunque luego reconocía que unos metros más allá por fin le recogió. Lo de todos los días. Pero una voz de contertulio, siento ignorar el nombre, de los enrollados de coderas sin fronteras, siempre a favor de algo, sin más criterio que la ignorancia, afirmaba: es que claro, cuando te dicen que van a Urgencias habría que preguntar que por qué, porque no es lo mismo ir por una contractura que por un infarto. Nadie dijo nada. Una voz femenina apuntó que a urgencias no se va por una tontería. Nada más. No digo el silencio porque no pararon: es la radio, pero ni el conductor, ni el resto de contertulios se preocupó de explicar esa relación privilegiada entre taxista y paciente o médico y caminante, que el paralelismo es claro. Nadie se alarmó por la sandez de que un taxista pueda interesarse por tu salud más allá del Buenos días cómo está. Esa calle no le conviene y mucho menos ese número. A ver, saque la lengua. Aquí tiene el recibo de la carrera y unas gotas que le van a ir muy bien. Algo que ya previó la Ley Omnibus, impedir que vayan con pantalones cortos y rogarles que se pongan la bata blanca, o verde si se han especializado con el TIR, taxistas internos residentes. Ante todo uniformidad. Con esto de Bolonia se han igualado las carreras a los grados. ¡Ay, akademia!

Y es normal que se digan esas cosas. No en vano CiU planteó que los coches dispusieran de un adminículo que informara al llamante de que el conductor está conduciendo. Para qué más. Que todo el mundo sepa lo que estás haciendo. El número al que llama está derrapando en este momento, inténtelo más tarde. ¿Para cuando uno que informe sobre el estreñimiento?

Más les valdría estar al loro de sus cosas y votar en la dirección que quieren y no equivocarse, que no hay día que no confundan los botones. El otro día los sociatas, ayer CiU y PNV. Uno tiene la sensación de la absoluta ineficacia del sistema. El PP obligó a votar a Celia Villalobos contra la ley del aborto a pesar de su opinión personal, a los diputados vascos contra el blindaje que ellos llevan meses defendiendo.

Y no me parece mal. La disciplina es importante y en un sistema de listas cerradas, es lo que toca. Pero a qué hacer el papelón de votar individualmente –sobre todo cuando lo hacen mal- si se podrían sentar los representantes de los grupos y sumar en dos minutos las leyes que van a salir o no. Yo tengo 169 más 10 de los catalanes son 179. Impar y pasa. Hagan leyes señores, dice el croupier parlamentario. Se evitan los enfermos, las embarazadas a término, los viajes del Gobierno y las carreras por el pasillo y esos gestos feísimos que hace el jefe de grupo para indicar la dirección del voto. Otra cosa podría ser que cada diputado fuera responsable de su propia elección, pero en nuestro sistema que un diputado esté o no, debería ser irrelevante y dejarnos esas tonterías de adelantar votaciones o retrasarlas en función de alcanzar las mayorías por presencia física. Al fin y al cabo esa representación dura cuatro años, salvo tránsfugas, así que tener que corregir en el Congreso un error de zarpa en el Senado no tiene mucho sentido, sobre todo cuando los errores son tan fácilmente subsanables.

Pero se acerca la navidad y el espíritu bobalicón nos invade. Hermann Tertsch no se enteró de nada. Suele pasar cuando uno está de bares hasta las seis de la mañana. Sobre todo a su edad y sin teleprompter que le guíe. Así y todo supo dictaminar que la patada que recibió fue obra de profesionales. ¿A qué huelen las nubes? ¿Cómo son las patadas diletantes? ¿A qué saben las acusaciones inventadas?


Pero nada como el consejero de educación valenciano, el de la EpC en inglés que acaba de notificar la suspensión de empleo y sueldo a un director de instituto por colgar una foto del consejero bocabajo. El enseñante repitió lo que hicieron en el museo de Játiva con Felipe V, colgarle bocabajo por lo bien que se portó con ellos en la guerra de Sucesión. Durante la dictadura existía la leyenda urbana de que si ponías el sello de Franco bocabajo no llegaban las cartas. Eso hemos ganado, ahora, al menos, llegan las sanciones.


Claro que el consejero Font de Mora, el que para conceder ayudas escolares cuenta con los concebidos y no nacidos, es que dice que el ordenador de Zapatero provoca miopía a los niños y los ha retirado.

¿Quién le dice a esta perla de consejero que lea de Mircea Elíade, caro para alguna de mis lectoras meridionales, su Novela del adolescente miope, pseudodiario introspectivo y autobiográfico de un fascista filonazi? En él se lee de otro gran fascista y antisemita: Papini es feo, es horrible, es miope. Yo seré guapo, hechizaré a las mujeres, tendré unos ojos penetrantes y claros. Romperé mis gafas y abriré mis ojos todo lo que pueda.

Por una vez hagamos caso de tipos tan buenos escritores, aunque con ideas tan despreciables, rompamos nuestras gafas y abramos los ojos de par en par.

Que sea para bien.

martes, 15 de diciembre de 2009

Rehab

Ya se nos curan las heridas. Bueno se le curan a este petardo, que no hace nada más que quejarse. ¡Y eso que fue de los que hizo la mili! Así que ahora toca rehabilitación. De la aburrida, no crean. A ver si piensan que es de esas que se llenan de artistas tatuadas o calvas que salen en las revistas. No. Esta rehabilitación es más tipo chándal y Voltaren, que el alcanfor ya no se lleva.


El caso es que hoy era el primer día y aunque yo no me he roto nada, dada mi naturaleza ectoplásmica, pues a acompañar al pelma. Un poco antes de la hora acordada llega el cojoautobús a recogernos. No crean que es un vehículo de tres ejes con todo tipo de cachivaches multimedia, bañito para no parar y máquina de refrescos. Nada de eso, la misma palabra lo dice cojoautobús=autobús para cojos. Esa clase que cada uno lleva su propia barra para agarrarse, nada de compartirlas como en el metro. Las llaman muletas y todos con una, o incluso con dos.

Y como cuando íbamos al colegio, empezaba la ruta recogiendo gente. Gente coja. Y los cristales sin tintar. ¡Qué horror! Allí me veía yo, libre de toda culpa, entre un coro de lisiados, llamándose todos por el nombre, carcajeándose de sus propias bobadas, en un ambiente de excursión, ...Ahora que vamos despacio… qué remedio con ese panorama de pasitos cortos.

Mi pelma seguía callado, aguantando el chaparrón, mientras dos comadres iban comentando los escaparates y el tiempo atmosférico, ambas con media melenita rubia. Una de ellas lee un cartel en un coche: No al artículo 24. Ley Ómnibus. ¿Y qué será eso? La compañera dice, huy, ni idea. Y el cojito de atrás, yo no lo he oído nunca. La lectora añade entre risas, pues lo miraré en Internet.


El pelma se remueve en el asiento y sin mirar dice con esa voz de hacer amigos y empatizar: no es el 24 sino el 21 y es la aplicación de una directiva europea para la liberalización del transporte.

Oye, mano de santo. Después del gracias, no habló ni Dios. Únicamente la preguntona se permitió dictaminar: no todo lo que viene de Europa es bueno

Tuve que agarrar al pelma. Un autobús disfrazado de ambulancia lleno de tipos con muletas no es el mejor lugar para discutir y me lo conozco.

Esa demostración de nostalgia autárquica tiene su miga en un país que se considera tan europeo y que le cuesta reconocer su veteado árabe y su pelaje de dehesa, más de desierto que de densos bosques.

El caso es que el resto del viaje se hizo en silencio, lo que fue de agradecer.

Una vez allí nos llevan a un gimnasio inmenso, tipo doctor Mengele mezclado con el marques de Sade, en el que el ex presidente de la Federación Internacional del Automóvil, Max Mosley, hubiera disfrutado de lo lindo. Quítese el calcetín y la media. ¡No me digan que no es una orden andrógina! Pero el pelma iba con varonil calcetín y con media elástica, así que qué le vamos a hacer. Túmbese boca abajo. Y cuando nos temíamos lo peor, empiezan a masajearle el pie. Ufff... Uno se cría salvado, pero no. Mientras le amasuñaban el pinrel, las fisioterapeutas arremolinadas todas, y un todo que citaba a su madre, explicaban a gritos las bondades de la Termomix contra las que decían que después de tres meses nastideplasti, que no se usa nada. El masaje era para soltar los músculos y después de eso ya me veía yo dándole en casa al alcohol de romero.

Tras el masaje, se pasa a la zona de corrientes. Deje eso en donde pueda y el zapato en el suelo. Póngase esto en el tendón y cuando se apague, se limpia y ya se puede ir. ¿A qué ya están oyendo la voz melodiosa y ese tono de cariño? Lo sabía.

Señorita, ya he terminado ¿cómo regreso? Pues espera a los demás arriba. Estese pendiente para que no se vayan sin usted.
No dijo ni chatín, ni nada.

El pelma con la pierna tensa, el tendón electrocutado y el panorama de regreso les anuncia: mañana vendré por mi cuenta. Bueno, déme su DNI a ver si el médico lo autoriza. La verdad, me alegré de que no se permitan las armas en España como en EE. UU. Señorita, el médico no me tiene que autorizar a nada. Bueno, es verdad, pero lo hará bajo su responsabilidad. Por supuesto, dijo el pelma, todo lo que hago lo hago bajo mi responsabilidad. Y bajo su irresponsabilidad, agrego yo.

Volvimos, rodeando todo Madrid, en otro cojoautobús con sirena y luces similar al anterior, lleno de prohibiciones, no apoyen los pies, no golpeen la rejilla, no abran la ventana, no abran la puerta, no fumar ¡en una ambulancia! Sólo faltaba el no cantar y el no escupir.

Llegamos tres horas y media después de haber sido recogidos, tras cinco minutos de masaje y cuatro de ultrasonidos de tratamiento real y una bonita experiencia. Nos dimos a la bebida, por supuesto. Cómo no vamos a necesitar rehabilitación.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La última intromisión

Hace siglos, cuando aprendí a manejar las hojas de cálculo, una forma de explicar parte de su mecánica era el “Y si…” como una forma de proporcionar rápidamente supuesta certeza a los cambios múltiples en unas variables sobre otra. La hoja de cálculo te permitía ver qué pasaba cuando variabas los valores de una ecuación manteniendo otros inalterados. La pericia del ejecutante estaba en saber qué se podía variar y qué había que dejar fijo.

En nuestros días se impone la cultura del “Y si…” pero no basada en los cambios controlados o previstos sobre algo tan inerte como una fórmula, sino sobre aspectos sustanciales de la vida diaria, del comportamiento social, como si todo pudiera ser un experimento comandado por científicos analfabetos.

Desde el y si bombardeamos las playas de Somalia al y si el calentamiento terráqueo es una mentira de un tipo con el gatillo fácil del e-mail. Todo se puede poner en duda porque todo se puede alterar. Si en una hoja de cálculo se puede suponer distintos tiempos de llegada a Oviedo en función de la velocidad, hay que saber que la distancia no se puede suponer menor, al menos no sin el esfuerzo constructivo de una nueva línea recta entre esos dos puntos. Hay algunas cosas ciertas y estables que sólo los ignorantes, que se llaman a sí mismos visionarios, pueden suponer mutables. Dicho en otras palabras, cualquiera no puede tener un sueño y contárselo al mundo.

En esta fase regresiva en la que estamos, se oyen siempre voces que ponen pegas a la fatal destrucción del medio ambiente, o buscan excusas para apostar por el diseño inteligente. Las tesis ecologistas no son de anteayer, pero las corrientes que pretenden explicar la existencia de un Dios hacedor de todo, son tan antiguas como la incapacidad de explicación del mundo. Afortunadamente no es la ciencia la que retrocede en sus explicaciones, -bueno quizá, a veces, algún hombre de ciencia que abominaba de ser quemado y gustaba de las grandes frases- sino la religión y, sobre todo sus exégetas, los que han tenido que adaptar sus bobadas a las evidencias, año tras año, siglo tras siglo, para no quedar en ridículo. En algún momento descubrieron el efecto metáfora para justificarse, que la palabra revelada y dada por buena durante tanto tiempo era una forma de hacerse entender y que no había que tomarlo al pie de la letra. Claro que luego llegan los últimos papas que insisten en la existencia de un cielo y un infierno y destrozan la propuesta del malentendido.

Pero la vida es tremendamente tozuda. Ahora aparece un padre incorrectamente acusado por guarrear con la hija. Unos desgarros anales y vaginales inexistentes llevaron a otro a la detención y al diagnóstico facial de un perspicaz medio periodístico. Y poco antes un tipo que se ha estado enterando de todo pero no lo parecía, postrado en su cama, el famoso síndrome de enclaustramiento. Y llega el “Y si…” con el que poner en duda lo que convenga en cada momento. Porque, sin duda, si Oviedo estuviera más cerca llegaríamos antes.

Pero no todas las lombrices ni todos los comas hacen que desaparezcan los abusos ni las muertes cerebrales.

Si el primero y sus concomitancias son afortunadamente escasos en número, los comas irreversibles son bastante más numerosos. Y es ahí donde quiero llegar, para partir.

Ahora deberíamos estar planteándonos el derecho a la muerte digna, a la eutanasia, en un debate entre ciudadanos que no desean que nadie muera y que a nadie se mate, pero que reclaman para sí, y sólo para sí, el derecho a ser ayudados a morir cuando la vida, su entendimiento de la vida, se acaba. Cuando reclaman que esa ayuda no esté penalizada judicialmente y que sea el propio sujeto, o su familia y amigos, cuando aquello ya no es posible, los que decidan atendiendo a los deseos de esa persona que ya ha llegado el momento y la vida es algo más que mantener algunas constantes.

El aborto ha sido en las últimas dos o tres décadas una posibilidad de actuación para los españoles, con sus claros y sombras, que únicamente los habitantes del sótano de la caverna quieren plantear de nuevo aprovechando el río revuelto. Si el día de la marmota se ha renovado en una discusión tan antigua y tan rodeada de legislaciones similares por mucho que Camino ignore la existencia de ellas en casi toda Europa, fíjense lo que será para su otro gran valladar, el derecho a la muerte.

Antes de hablar de muerte ¿cómo ha podido vivir Camino y su caterva talar durante veintitantos años con la ley del aborto? ¿si no hay derecho ahora, cómo lo había antes? La dialéctica actual despoja de ropajes y tecnicismos el debate. Fuera por un supuesto o por otro, la resultante era la muerte del embrión, fuera de dos horas o tres meses la gestación, la resultante era la muerte de un embrión. ¿Cómo han podido repartir comuniones o simplemente conciliar el sueño, si millares de embriones estaban siendo asesinados, cada mes, cada año? ¿Sumamos estos cinco lustros? Si esto es así, cómo habéis podido callar, cómo Camino ha dejado que le nombren obispo quienes no sancionaron esa masacre. ¿Quién le importa más, el nasciturus o que repita Zapatero?

Esta me la sé. Y ustedes también.

Regreso. La eutanasia, tratando de acoger a todas las posibilidades de menor rango en un término único, es incluso un derecho más implacable que el aborto. Ya dejé escrita, sino clara, mi postura sobre éste. La interrupción del embarazo afecta, además de a la madre, al embrión y al padre que están comprometido e implicado respectivamente. Déjenme que cuente algo en tono menor que relaje el asunto pero lo explique. Dicen que en un plato de huevos fritos con bacon, la gallina está implicada, pero el cerdo está comprometido.

Quiero decir, por tanto, que si la decisión de la mujer lanza sus tentáculos de influencia hacia el embrión y hacia el progenitor, puede entenderse cierta colisión de derechos, pero en la decisión de la propia muerte esa colisión es, o nula o infinitamente menor. ¿Por qué no regulamos uno de los derechos más imbricados en la existencia, como es la cesación de la misma? Ya dije en su momento que la polémica sobre la aparición de la vida en el ser humano era puramente taxonómica y por ello arbitraria. A mi me gusta que sea la misma entrada del chico del flagelo en la pelúcida la que de la voz de ya en el origen vital. Podía ser la primera división, o la segunda, pero ese primer achuchón celular es como el primer beso: nada o casi todo. Podemos hablar de autonomía vital, de primer latido, de maduración neural o de lo que ustedes quieran. Nada comparado con la experiencia vital de un adulto que dice se acabó. ¿A quién le importa el concepto de vida de un juez, de un cura o del Colegio de Médicos, cuando un tipo con pelos en las piernas dice que ya no quiere seguir viviendo, que la edad, un accidente o una enfermedad le han llevado a ser lo que de ninguna manera quiere y soporta? ¿Quién es alguien para ofrecer una comprensión diferente de cuando una vida merece vivirse al propio vividor –por una vez con un sentido no festivo- que reniega de ella?

¿Podremos legislar de forma que alguien pueda obtener toda la información, regular las medidas de seguridad, facilitar medios físicos y todo lo necesario para que si yo me veo imposibilitado pueda escoger mi final por anticipado, o en pleno dominio de mis sentidos, pueda hacer que lo irremediable sea menos penoso para mi y para mi familia, sin que mis médicos, mis allegados se vean incursos en un problema penal? ¿Podremos aceptar que cada uno defina vida de forma distinta y que nadie le imponga su propio modelo o le indique que no es dueño de la suya pero sí de sus penurias, en nombre de un Dios en el que no cree?

¿Podremos irnos en silencio, sin la obscenidad de la prolongación miserable, dejando una imagen propia más de acuerdo con nuestra existencia que con la decrepitud inmisericorde? Sin molestar, sin más gastos, sin heroicidades. Y aceptando que otros quieran luchar hasta el final y poner su vida en manos de cualquier taumaturgo, hasta que se consuma la esperanza.

¿Puedes Zapatero proponerlo a los liberales esos de menos Estado, esos que no quieren que se metan en su vida privada, los del Estado que vele por la seguridad y poco más y deje las cuitas de las persoans a las personas? ¿Puedes extenderlo en el parlamento como la última mortaja de la libertad individual, para que estos adalides de la libertad no puedan dejar de aprobar la regulación de la última intromisión sin tener que callarse para siempre, para que sean ellos los que le digan chitón a la Iglesia? ¿Podrás? ¿Podremos?