sábado, 18 de septiembre de 2010

De anomias y alienaciones

Antes de vacaciones, en la respuesta a un amigo de blog, mencionaba esa primera vez, lo que un libro de cierto éxito de hace treinta y tantos años tituló El día que perdí aquello y que siempre se asocia a la pérdida de la inocencia, como si el himen nos arropara de ingenuidad y ésta nos protegiera de los peligros de la sociedad.

Y así sería si el sexo fuera una amenaza en lugar del mejor cómplice, pero la pureza se vincula a esa virginidad, a ese desconocimiento carnal, dejando detrás las auténticas herramientas de mortificación que sí hacen la vida ingrata o invisible.

Y aunque tus padres se hayan esforzado en darte una formación no pecaminosa del sexo, detrás está la educación por ellos recibida de peligro de electrocución inminente si se toca casi cualquier cosa que se mueva o gima, por lo que el sexo es el furtivo de las liebres, el cepo del ratón o el cohecho del funcionario. Tras el sexo siempre está ese fantasma del embarazo que recorre las mentes, o los contagios, mortales excusas para evitar pensar en tu hija manoseada, en tolerar a tus cachorros excitados, en aceptarlos adultos e independientes y te das cuenta que tus miedos son resúmenes de la educación recibida por generaciones y que prescindes de ella intelectualmente pero en modo alguno deja de afectarte.

Pero esa misma educación no te ha advertido sobre peligros mayores o realmente auténticos, esa educación de abuelas estrictas, de madres amantísimas, de padres severos, de profesores próximos, ninguno de ellos te advirtió sobre la suciedad de la vida, ninguno te dijo que lo que te contaban era mentira, que cuando te decían que el esfuerzo era necesario y que era la antesala del éxito te estaban metiendo una patraña, te engañaban cuando te decían que hacer bien el trabajo era lo único importante, te tomaban el pelo dándote reglas de urbanidad: qué se dice, levántate si la otra persona está en pie, el tenedor con la otra mano, cede el asiento, facilita el paso, sostén la puerta, y tantas otras cosas que te repetían una y otra vez. Quizás las creían también, creo que incluso las practicaban, se arreglaban para recibir a otras personas, se aseaban, se mostraban educados y puntuales con esa mezcla de respeto hacia el otro y hacia uno mismo, pensaban y te contaban un mundo mejor, te hablaban de un futuro de esfuerzo solidario en el que ninguno racanearía energías, en donde lo importante era construir un espacio para vivir, para pensar, para compartir historias. Te hablaban de libertad, de ausencia de miedo, de respeto a las ideas y los credos, negaban la imposición y la coacción pero te engañaban, se engañaban.

Y el embuste era de tal entidad, la trampa era de tal categoría, que nos ha costado años darnos cuenta; siempre era una excepción, una casualidad, el garbanzo negro; y uno, en ausencia de ellos, seguía repitiéndose las consignas de mostrar voluntad y brío, a pesar de que las pruebas demostraban lo contrario, porque las pruebas eran los demás, aquellos que con menos merecimientos alcanzaban posiciones en atalayas más placenteras, eran esos que les bastaba una sonrisa para comprar lo que a ti te costaba un par de horas de trabajo, a veces no tenían ni que sonreír, ni siquiera estar, porque lo relevante no era su contribución, sino su nombre. Y uno pensaba que eso era lo inteligente en contra de lo que oyó de pequeño, que los enchufes, las sinecuras, los momios eran para mediocres y que la persona íntegra únicamente debería esperar realizar bien su trabajo y que el esfuerzo siempre era recompensado. Pero si uno no era tonto, advertía que llevarse los méritos y eludir los fracasos era maravilloso, al menos de vez en cuando, y que debería existir alguna clave que hiciera comprender mejor esa situación. Algo debe haber que no nos contaron, para que tipos a todas luces mediocres prosperen ininterrumpidamente mientras otros, no sólo tú, se queden en el camino. Alguna razón debería concurrir en el análisis para que eso que dijiste tú hace un año, lo repita peor un petimetre tiempo después y le hagan la ola; algo debe pasar para que se apropien de tus argumentos, de tus iniciativas, de tus informes, esos mismos que antes no merecieron reconocimiento y ahora son la base de la solución porque se presentan por ese sujeto de la sonrisa refulgente y apellidos dobles.

Y no crean que es resentimiento, engreimiento o soberbia y que el torpe es uno mismo, y lo es tanto, lo es en tan enorme grado, que no se reconoce en su propia ineficacia, qué va, es que eso les sucede a muchos, normalmente amigos, como si fuera una variable que une a los damnificados por esos individuos de sonrisa que a su vez hacen tan buenas migas entre ellos. Uno ha visto como la cátedra no se la llevaba ese profesor titular tan apto y esforzado, sino ese que tenía más amigos en el tribunal, y lo ha visto tantas veces que no le cabe la menor duda. Y profesionales liberales que no logran escalar como otros mucho menos dotados profesionalmente, pero infinitamente más capaces para establecer relaciones, para urdir conexiones y alianzas. Ha visto uno tantos jefes mediocres, tantos directivos sin energía, sin capacidad, sin resolución que ya tiene la seguridad de que aquellos valores en los que uno fue inculcado son mera fantasía y artificio. Y aunque eso pasa en la empresa privada, en la empresa pública esos personajes suponen la mayoría, han creado sagas de hijos, sobrinos, amigos y esos a su vez han establecido redes espesas del do ut des tan de moda en estos tiempos y que bien podría traducirse por el clásico infantil, te cuelo si me cuelas.

Y ve a jefes impresentables, a proveedores de éxito efímero, deambular entre pasillos con papeles de figuración y ademán apresurado, con mirada de no creerse contingentes, con postura de ser absolutamente necesarios, mientras ensayan la siguiente excusa y escurren el próximo bulto.

Pero el sistema protege a estos individuos en justa reciprocidad, porque estos sujetos protegen al sistema. Un sistema cada vez más cerrado que para persistir debe ser intolerante con los outsiders y protector con los afines. Y las cosas están en el punto que a los outsiders ya no les importa y los afines son incapaces de entender que exista otra forma de estar el mundo.

Sarkozy y Berlusconi se aplauden y respaldan en la cruzada contra los gitanos, mientras la mayoría calla, porque como todo el mundo sabe, primero fueron por los gitanos pero yo callé porque yo no soy gitano. Luego fueron por los representantes sindicales, pero yo callé porque no soy sindicalista. Para más datos y comparaciones consultar los diarios de los años treinta en la Alemania post depresión de 1929 o lean las declaraciones de nuestro socialista presidente. O tempora! O mores!

Quizá hubiera que reescribir el día que perdí aquello, aquel momento en que dejamos de pensar y de querer entender lo que nos sucede, para entregarnos a las consignas clientelistas o a la simple imitación de los mediocres. Ya no hay inocencia que resguardar. Y hoy ya nacemos sin conciencia. Aprovechémonos. Como hacen ellos.