sábado, 4 de diciembre de 2010

Por el mar corren las liebres

El otro día me fui en metro a trabajar. Ahora lo hago a menudo y dejo la moto, con el saludable fin de regresar andando y matar, al menos herir, dos pájaros de un tiro: volver presto a las cuadras y realizar el necesario ejercicio que calcine tanto pecado que almaceno. El caso es que uno deja la calle marcando el cero, ese ni frío ni calor del chiste, y se mete en el horno subterráneo de los 25 grados, mezcla de calefacción forzada y calor animal. Fuera chaquetón, fuera jersey, fuera bufanda, fuera felicidad y venga sudoración, lista para ser congelada unas cuantas paradas después, cuando esta mona se vuelve a vestir de seda para afrontar de nuevo el frío polar de Madrid y alegrarle la vida a los microorganismos que nos pueblan y que les encantan estos cambios de temperatura. Mientras dura ese tránsito del frío al calor y vuelta, suelo cotillear lo que leen los demás. Lo intento con los pensamientos pero me ruborizo fácilmente, así que me conformo con los lomos plegados. No es fácil porque muchos llevan los libros forrados como en el colegio, pero otros se curran los periódicos gratuitos y siempre que puedo les echo un ojo. El día de referencia, el diario 20minutos preguntaba a un médico sobre la influencia de la soja en el control del cáncer de próstata entre otras cosas, como por ejemplo si es buena la jalea real para las infecciones, vamos las típicas cuestiones de la versión gratuita de Investigación y Ciencia. El galeno utilizó en el texto varias veces eso de bueno… en realidad es una leyenda urbana. Quizá se refería a que en la ciudad somos idiotas y el medio rural controla perfectamente la comprobación de hipótesis y la falsación de las teorías científicas, pero quizá simplemente quisiera decir que no había evidencias indiscutibles que dieran lugar a mantener esas bobadas. Si mi madre viviera diría a ese médico que eso de las leyendas urbanas te lo has aprendido un jueves y por eso repite que simples creencias son eso que él llama leyendas urbanas. Éstas, para que así lo sean, deben tener, como se dice ahora, un relato y una complejidad mayor. Una leyenda urbana debe ser una historia, un suceso nunca acontecido que se cuenta como sí hubiera sucedido, incluso aportando datos o la propia presencia. ¿Quién no tiene un conocido, o uno mismo incluso, que dice haber asistido mientras esperaba en las urgencias de un hospital al paso de una mujer enganchada a un perro y no precisamente por la correa? La semana pasada una compañera de mi cobijo laboral sostenía que la mahonesa se cortaba si estaba con la regla. ¿Sicilia, 1920? ¡No! Madrid, 2010. ¿Se dan cuenta? Una licenciada en Económicas repetía las bobadas de su abuela, haciéndolas propias y asumiendo la causa. Me imagino que ella antes estaba en Lehman Brothers o en el FMI aplicando los mismos conocimientos y supercherías. Así nos fue.

Ustedes pensarán que exagero. Que casi todo el mundo distingue la verdad de la mentira. Quizá ustedes no hayan recibido mensajes para múltiples niños con cáncer que requieren una larga cadena de correos electrónicos, o antes de tarjetas de visita para salvarse, o no leyeron la carta de García Márquez despidiéndose de sus amigos por una terrible enfermedad o la maravillosa historia de mi juventud en la que había que guardar el precinto de los paquetes de tabaco porque cuando tuvieras un kilo de aquellos celofanes te daban una silla de ruedas. Ya me hubiera gustado en aquellos tiempos cambiar el tabaco por pastillas ultrafuertes de mentol de las que cuentan que elevan la felación al nirvana al ser ingeridas por la aplicante. La versión solitaria haría uso del Vicks vaporub. Qué le vamos a hacer.

Más cercano tenemos la historia de que Irak tenía armas de destrucción masiva. Tres ex seres humanos se empeñaron en ello, a pesar de que los expertos que mandaron nunca encontraron nada. Tan seguros como que no se pueden regar las macetas con la menstruación o que se te corta si te lavas la cabeza, bombardearon el país y lo invadieron. No encontraron nada, pero ahora se piropean los unos a los otros y se llaman visionarios y hombres de estado. Lo que fue una leyenda urbana se hizo catástrofe mundial y se dio por cierto. Que no encontráramos nada no quiere decir que no lo hubiera y en todo caso, es lo que había que hacer, quizá nos equivocamos de excusa, pero en modo alguno de propósito. Ahora las autoestopistas fantasmas conducen nuestros coches y Walt Disney duerme en nuestra nevera. Y todos tan contentos. Si el antiguo borracho dice que no bebe, con la credibilidad que tiene debe pasarse unos fines de semana de aúpa. El otro cambió de religión a medio camino vital y el tercero sigue empeñado en propagar y desmentir que no se acuesta y preña mujeres mucho más altas que él. Más altas moralmente quiero decir.

Pero luego están las mentiras absolutas, esas que no se cree nadie y que uno no entiende como se acepta su publicación. Por ejemplo, ¿quién se va a creer que Diaz Ferrán, prohombre de la patronal se diera de alta en su propia empresa para cobrar un finiquito de 20.000 euros? ¿Quién va a dar crédito a la afirmación de que Estados Unidos espía a todo el mundo, pide análisis psiquiátricos de jefes de Estado o seguimientos de los más altos dignatarios de las Naciones Unidas, colabora en el derrocamiento de líderes en América Latina o que tortura a prisioneros? ¿Quién puede creer eso? ¿Quién puede dar por bueno que Papas, Cardenales, Obispos han ido colectiva e individualmente callando las innumerables pruebas de pederastia existente en su seno y que para evitar los escándalos, pagaron las indemnizaciones con los óbolos de sus feligreses? ¿Quién puede creer que alguien se venda por un reloj, por un bolso, o por tres trajes? ¿Por qué a uno no le puede tocar la lotería siempre que quiera? ¿No basta acaso la suerte? ¿Cómo se puede dar credibilidad a todas esas patrañas? O más difícil aún de creer, ¿cómo puede uno pretender que en la España que iba bien unos catetos alumnos de Jesús Gil, docente refinado y sofisticado donde los haya, como Marisol Yagüe, Julián Muñoz y su novia Isabel Pantoja y su esposa Maite Zaldívar, Pedro Román, José Antonio Roca y así hasta casi un centenar incluyendo empresarios y abogados, puedan organizar la mayor red de blanqueo de capitales del país siendo imputados por cohecho, malversación de caudales públicos, prevaricación, tráfico de influencias, en lo que se conoce como el caso Malaya? ¿Quién en su sano juicio puede dar por bueno esto? Paparruchas, todo esto es como la soja y la próstata, puras leyendas urbanísticas.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Pulso

Los controladores echan un pulso a Zapatero por prohibir los anuncios de contactos en los que se anunciaban sus madres.



Al menos es eso me ha parecido entender, pero con tanto lío.