sábado, 23 de abril de 2011

Contradiós

Dice Curri Valenzuela en ABC que en estas fechas todos huyen de las ciudades a tomar el sol en la playa, a participar con fervor en procesiones o a arreglar el jardín de la casita de campo. Todos dispuestos a disfrutar, añade, menos esos pocos amargados que se llaman a sí mismos ateos y que son en realidad una muestra en vivo del sectarismo prohibicionista tan de moda en sectores de la izquierda de este país.


Curri continua: Son ateos para fastidiar, ateos sectarios que no se conforman con ser eso, ateos, sino que quieren imponer, no ya sus creencias, sino su anticlericalismo extremo dirigido contra la religión católica.

Los considera la facción radical del laicismo oficial. El que no respeta ni siquiera el amor a la tradición con la que católicos practicantes, agnósticos, incluso ateos normales, participan en estos días, cada uno a su manera, en la Semana Santa.

Curri Valenzuela tiene un programa en Telemadrid. Decir que es uno de los más retrógrados, torpes, intelectualmente huecos de la televisión, quizá sería exagerado visto lo visto en las tedetés, pero ella es la conductora tipo que pretende ser campechana y explicativa, más próxima a la mesa camilla y los picatostes que al atril profesoral, que convoca en esa cafetería vespertina de barrio bien los restos de la misa matutina que son las damas añosas y de orden de toda la vida. Con argumentos de vuelo de mosca pretende evangelizar en política a esas bases beatas y conservadoras que son legión en Madrid.


Ya lo han leído, los que no creen son unos amargados, más exactamente aquellos que no creen y lo cuentan, lo que los distingue de los agnósticos, -categoría que presumiblemente asimila a aquellos descreídos que se duchan diariamente y aceptan la monarquía- y los ateos normales, -que deben ser los creyentes mal informados y sin posibles-. Esos ateos sectarios son los ateos nacidos para fastidiar. Para fastidiarla a ella y a sus amigas y estropearlas el chocolatito y la batalla mandibular de Corega contra la medianoche de jamón sobre una mesa de mármol y asientos de terciopelo.

El asunto se origino cuando algunos decidieron realizar una procesión atea el pasado jueves santo en Madrid.

Dicen que no se atreven a asar chorizos frente a una mezquita. Los ateos son, además de amargados y sectarios, unos cobardes que no se enfrentan con las auténticas fuerzas del mal, además de unos glotones adoradores del colesterol. A diferencia de ellos que llevan combatiéndolos desde las cruzadas. Dónde va a parar la estirpe de unos y otros.

También dicen que lo hagan otro día. Si el sábado y el domingo son tradicionalmente días religiosos y las fiestas en España son abrumadoramente beatas, deben querer que se vayan de parranda un día lectivo para que los echen del trabajo. Al fin y al cabo son ateos. Imagínense.



El caso es que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dado la razón a la Delegación de Gobierno. Ambos están de acuerdo en que esa manifestación puede dañar la libertad religiosa. Lo dice el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. El Legislativo no dejó nada claro en la Constitución el alcance del asunto. Hoy no toca profundizar sobre si España es un Estado aconfesional, laico o mediopensionista. Sabemos que si uno reza a alguien o a algo obtiene un respeto que el ateo, sea normal o de la fracción fastidiosa, no tiene. A los que oran, su superstición les da una superioridad civil y social que se le niega al ateo, como si a este le faltara algo que completa a todos los demás. El judío o el mahometano es un equivocado, pero el ateo es simplemente un estúpido, un amargado peligroso, un ignorante.

Los no creyentes no tenemos recintos para reunirnos, decálogos que cumplir que no sean los códigos civil o penal, ni abalorios, disfraces, pases mágicos o jaculatorias que pronunciar. No celebramos fiestas propias, ni disponemos de comidas especiales o dejamos de hacer nuestros cometidos en función de determinadas épocas del año, no hacemos parar a nadie el inicio de la comida ni relegamos a abogados, médicos o pilotos de avión a un segundo plano en su pericia. En realidad los ateos damos poco el coñazo o al menos no más.

Si ahora algunos de nosotros –adviertan el tono de secta vampírica- decide pasear sus descreencias por la calle no parece que se deba armar tal revuelo y mucho menos tal prohibición. Al fin y al cabo la mayor parte de los científicos de renombre lo son. Y muchos de esos adoradores dan las gracias a dios de que existan los científicos cuando las cosas se ponen duras. Los hombres de ciencia son la interposición creada por dios ante la prueba del cáncer, la añagaza ante la finta del infarto.

Y es que el ateo ha nacido para estar callado, palabra de dios. Algo ha debido impregnar los genes para que, en una suerte de epigenética historicista, los ateos callen ante tanta persecución, quizá la brea de tanta tea ardiente impregnó y condicionó su silencio. A la fuerza ahorcan. Y queman, y torturan, y matan…


El silencio de los ateos es proverbial. No pedimos que se incluya en la declaración de renta nuestra especificidad, no reclamamos la exención de impuestos en nuestro devenir, no reclamamos acuerdos paraestatales, ni mostramos nuestro boato soez ante la visita de nuestro líder. No discriminamos a nadie de forma ostentosa, por ser mujer, por ser divorciado, por vivir en pecado. Y es que en realidad los ateos no nos sentimos diferentes por no necesitar de casillas en el IRPF o por parar las populosas ciudades cuando un tipo disfrazado nos visita. Tenemos el mismo modelo de convivencia que los creyentes de nuestro entorno. Santificamos las fiestas tan poco como ellos y deseamos al cónyuge del prójimo tanto como el que más. Por supuesto que no matamos o robamos más que nuestros religiosos conciudadanos. Seguramente delinquimos como los creyentes, simplemente no contamos con la protección de nuestros jefes para disimular el delito. Honramos a nuestros muertos con similar pena y mentimos o envidiamos con similar ardor. Naturalmente no amamos a ningún dios sobre todas las cosas, ese espacio lo dejamos al progreso, a la cultura, a la concordia, a la amistad y a asegurarnos que todas estas cosas también las comparten nuestros vecinos creyentes, que lo son más por pereza y prestigio social que por pura fe.

Sé que esto es producto de mi amargura y de mi sectarismo. Quizá una prueba que les pone el altísimo, pacientes lectores, en este sábado de resurrección si han llegado hasta aquí. Pero qué quieren, soy ateo. Lo confieso.