sábado, 19 de marzo de 2011

La segunda opinión

Josefina Rodríguez ha muerto. La mayor parte de las noticias hablan de Josefina Aldecoa, pero para mí es imposible pensar en ella, recordarla y honrarla por su nombre artístico. Porque era Josefina Rodríguez la que firmaba mis notas cada mes. Notas que yo debía llevar a mis padres para que estamparan sus rúbricas y devolverlas posteriormente al nicho común de humillaciones hasta el siguiente mes en que el ciclo se reiniciaba. Muchas veces las notas se perdían porque ninguno de nosotros pasaba por ser Domingo Malagón. Hubo muchos hijos de comunistas en aquel colegio, pero ninguno era vástago de Malagón, lo que hubiera resuelto más de un problema ante la falsificación forzada de la firma paterna. Así que se tenían que perder y ello conllevaba pasar al Despacho, con mayúscula, y explicar el desaguisado. La ordalía era inevitable, pero aquel avanzado colegio no archivaba copias de respaldo por lo que se zanjaba la cuestión con un enorme aviso de este niño es tonto y pierde las cosas.

El Despacho es tal como lo describe Victoria Prego en un sentimental artículo en El Mundo. Lo que pasa es que ella era madre. Para nosotros por el contrario el Despacho era la solución final, no crean que ponía en el pórtico "Arbeit macht frei", no, simplemente es que era el último recurso, como la electricidad hoy en día, de profesores y cuidadores. Antes estaba la bronca, algún insulto –no pasa nada, nos prepararon para el mundo real-, el pasillo y lo siguiente ya era: vete al despacho de Josefina; para que los de la ESO se enteren –ya, ya, se medio enteren- pueden imaginarse la metáfora de Pere Navarro cuando desplegó los coches camuflados que como pavos reales se adornaban con un Alto, la Guardia Civil y uno debía pensar la he cagado, ¿se acuerdan? Pues en aquellos años sesenta y primeros setenta ese era el momento: al Despacho.


Es cierto también lo que cuenta la Prego de mantener a chavales que no podían pagar. Porque el Estilo era un colegio privado sui generis. En primer lugar entraba en esa categoría casi amoral de colegio no reconocido. Debía darlo la época en la que casi todo era clandestino. Así que los exámenes se realizaban en el Ramiro de Maeztu o en el Beatriz Galindo según la posteriormente llamada perspectiva de género que en aquel momento era simplemente pelo corto o pelo largo y no otra cosa.

Y en aquel colegio donde algunos no podían pagar, las cocineras, como en Cheers, conocían los nombres de los niños y nosotros los de las cocineras y Nunci era la mejor. Es enternecedor que el hijo de Victoria Prego creyera que Josefina lo invitara a comer todos los días, pero Prego quizá ignora que también hubo un tiempo en que algunos niños se llevaban la comida en cestas de mimbre para ser recalentada y servida junto al resto de sus compañeros, que comíamos en un semisótano por debajo del nivel del patio de recreo, con vasos de Duralex y jarras metálicas de agua. Era una forma de aminorar la factura de familias numerosas.

Dice Ruth Toledano en El País que nos educaron en contacto con la naturaleza. Vamos a ver, el colegio Estilo estaba en un chalé del Viso, jugábamos al fútbol entre árboles, a balón prisionero o a vacas y ganaderos en un patio de tierra muy pequeño. Lo que pasa es que nosotros éramos también muy pequeños, pero no éramos veganos como parece querer indicar su artículo entre égloga y elegía. Era un colegio que molaba y mola, pero en Serrano 182, la naturaleza, digamos que está tamizada.

Coincido con Jorge Berlanga, mi compañero de clase de aquellos años, en que con la muerte de Josefina se muere una parte de nosotros, en la medida en que Josefina simboliza nuestra infancia, troquelando con su persona aquellos años que la memoria y sus secuaces han contribuido a mitificar sobremanera. Es imposible no recordar las enajenadas carreras de Josefina con grandes zancadas, abriendo puertas correderas de diferentes aulas de par en par hasta llegar a la nuestra en la que algo no estábamos haciendo bien, para obligarnos con ese kleiniano pecho perseguidor y con su emblemático muy graciosos, muy simpáticos … y muy estúpidos, último adjetivo este que pronunciaba arrastrando las sílabas, enfatizando los acentos y arremolinando el aire en su azufre. Era un big bang al que asistíamos de vez en cuando. Fue ella la que nos enseñó, de esta forma, a sobrevivir a los holocaustos personales y quizá también, con Jorge, a crearlos por falta de empatía con el otro mundo. Pero sería excesivo, todas las hagiografías los son, conceder el único mérito a Josefina Rodríguez a los resultados del Colegio Estilo. Personalmente no creo que hubiera ese plan de recoger la antorcha de la Institución Libre de Enseñanza, esa misma que algún otro colegio de fonética similar se arroga. Las consideraciones ex post facto sofistican los propósitos más allá de los intentos iniciales. Pero en cualquier caso, aquello fue producto de la concurrencia de otros factores no menos importantes que la propia impronta de Josefina. Por un lado están los profesores. Nada he leído estos días sobre ellos, pero su contribución fue nuclear al desarrollo del colegio. A nosotros Josefina nos dio clase de una cosa que se llamaba Formación del Espíritu Nacional, una especie de Educación para la Ciudadanía pero con más banderas flamígeras y más procuradores, y no recuerdo que su maestría docente calara especialmente en nosotros. Ella era la jefa y eso tenía una dimensión diferente al profesor. No era Antoñita, ni Isabel, Tere, Juana, Noemí o Celia, que sí preformaron nuestro carácter y nuestro coco, llenándolo de cosas que casi nadie sabe, pero que son nuestro principal fondo de armario. Hubo muchos otros profesores, como Pilar Bravo, a la sazón miembro de la Ejecutiva del Partido Comunista que fumaba Bisonte en clase –O tempora, o mores!- y se echaba la ceniza en la mano o Carmen Sarabia, una de las voces solistas de Aguaviva que aún sigue asistiendo a nuestras reuniones. Todos ellos contribuyeron a ser lo que somos, como Gaba, Nati o Blanca. Pero todos esos homenajes escritos se olvidan, con Heisenberg, que nosotros, los alumnos, también pusimos lo nuestro, en la medida que traíamos con nosotros una experiencia familiar infrecuente. Y era infrecuente que en una misma clase de dieciséis sujetos concurran en el tiempo y en el espacio tres hijos de directores de cine, cuando apenas eran LOS tres directores de cine en aquella España. O que la madre de algún compañero tuviera dos carreras universitarias cuando no se estilaba ni siquiera una en las mujeres. O que el padre de alguna compañera acumulara más años de cárcel en sus huesos que cumpleaños tenía la niña en cuestión. Y hablo de mi clase, si miro en derredor el Estilo parecía la versión infantil del Café Gijón de los padres. Actores, camarógrafos, escritores, ceramistas, pintores, industriales, profesionales liberales llevaron allí a sus hijos. La revista Diez Minutos nos sacó bajo el título El colegio de los hijos de los famosos. La clase media también existía y asistía divertida a sus compañeros de campanillas que no siempre eran tan brillantes como sus progenitores, incluso aún hoy el apellido les precede y les anuncia más que el propio genio.

No creo que exista un modo de hacer de los chicos del Estilo como Berlanga afirma, y juzgo que afortunadamente, si algo no era Josefina era fabricadora de sectas. Josefina y el colegio Estilo ayudaron a construirnos. No más, y nada menos. De hecho las diferentes generaciones fueron muy diferentes entre sí, algo fácilmente analizable con la inestimable colaboración de los hermanos en tiempos de proles enjundiosas. Afortunadamente en aquellos años los padres no delegaban su responsabilidad de educadores en los maestros de sus hijos, por eso Josefina represento siempre una segunda opinión. Y es el busilis de la cuestión. El colegio Estilo nos permitió el sustrato para dar rienda suelta a todo lo que nos iba llegando, que no era poco. No olvidemos que todo ello sucedió, al menos en mi caso, antes de que Franco muriera y ese bienio fue lujurioso en acontecimientos. Josefina permitió dentro de una disciplina férrea en lo personal, un estilo dominatrix, que nuestras raíces fueran aéreas, porque su gran acierto fue el consentir que fuéramos como éramos dentro del respeto a los demás y a las normas elementales, eso que parece imposible hoy en día. No creo que se pueda hablar de un revolucionario proyecto pedagógico, no creo que hubiera una predeterminación o unas metas establecidas, ni un experimento de la doctora Josefina Moreau. Aquello salió muy a la española, con la obligada improvisación por la carencia de medios, y con las derivas que aquellos tiempos procuraron a todos, y se logró una enorme disparidad porque las camadas eran terriblemente diversas y Josefina supo dejarlas crecer y, en lugar de ofrecer un estándar de educación y comportamiento, cultivó la lateralidad de la producción artística, por más que aquel muchacho hiciera Caminos y Puertos, la divergencia en las consideraciones y la duda en los análisis. Eso nos dio criterio, nos permitió no creer casi nada porque sí y ser muy críticos, excesivamente, con todos y con uno mismo, y quizá ahí se le fue la mano. Pero seguro que se trató a sí misma de la misma manera. Y para quien comparte lo que tiene, y lo que es, no hay demanda posible.