sábado, 21 de marzo de 2009

El AVE de rapiña

Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal Española, dijo hace tiempo que legalizar los matrimonios gays era lo peor que le había pasado a su Iglesia en dos mil años. No sé cómo anda de historia el sujeto, pero olvidar tanto mal acaecido en estos dos milenios me llena de perplejidad. Para no irnos muy lejos, quedémonos en el siglo XX y hablemos de la Gran Guerra, o de la Segunda Guerra Mundial, del Holocausto, suponiendo que no sea negacionista, o mencionar nuestra Guerra Civil, que sus jefes y antecesores en el cargo definieron como cruzada.

Dejémoslo estar, él no había nacido, pero bastaría con que recordara lo sucedido en los últimos treinta años cuando ya era un licenciado en Filosofía. El accidente de Los Rodeos en Tenerife, o Los Alfaques en Tarragona, la tragedia de Chernobyl o la del Exxon Valdez, o el tsunami de hace bien poco o las torres gemelas en Estados Unidos o el 11M en Madrid. Por no hablar de las guerras permanentes en todo el mundo. Nada de eso es importante comparado con que dos tíos se casen. Ni siquiera la epidemia del sida que ha causado millones de muertos ha sido lo suficientemente mala en la particular clasificación de Martínez Camino. De hecho su jefe máximo contribuye a la mortal causa con sus declaraciones recientes. Pero si dos hombres o dos mujeres, aseguran públicamente delante de un juez, o un munícipe, que se quieren, que van a vivir en la misma casa y que desean hacer la declaración de Hacienda de forma más apañada, eso es espantoso, aberrante, inconcebible.

Luego van por ahí diciendo que Jesús es amor. Humor querrán decir.

Ahora Martínez Camino, vuelve con el asunto del aborto, que debe ser de segundo orden a tenor de las declaraciones anteriores. Ahora compara la defensa de los embriones con la de los linces. Hace nada aparecían Bermejo y Garzón matando bichos fotogénicos a su pesar. Y por ahí anda un Jaguar dando guerra a Ana Mato, diputada del PP, a la sazón poseedora consorte de la bestial máquina. ¿Están también los animalitos en crisis? Que hagan como Patricia Lázaro, concejal por sí misma y concejala como esposa de Juan Bravo, ambos en el Ayuntamiento de Madrid, y obtengan por la patilla un gratis total para un spa de NH y se desestresen de tanto salir en los papeles.

Al que parece que ya no le gusta tanto lo de los medios es a Camps que sigue sin soltar prenda. Por cierto ¿un traje es una prenda? Y eso que se lo pidió encarecidamente Rubalcaba, pero nada, ni caso. O sí, ahora parece que prefiere otro caso, el de El-ché, no sé si el argentino o la guerrilla, que este Del Toro –otro animal- no para, aunque a lo mejor se refiere al sociata Soler que contabiliza mal las facturas y pone lo del partido en el ayuntamiento, pero no al revés. Le preguntaré a mi profesor de inglés penal si es lo mismo My taylor is rich que My accountant is bad, al menos el contable no dirá que su cliente es paticorto y le tienen que arreglar las mangas, como el sastre torero ¿o era bombero? imputa al ex ministro del Yak, Trillo.

¿Y qué quieren? Todos desean salir guapos, como las demonizadas ministras del Vogue y la pastorcilla Tocino. Felipe se plateaba las sienes para ofrecer experiencia en los carteles de hace 25 años, Aznar chupaba la gafa de intelectual y solo dejaba baba y Super Soraya mostraba sus pies desnudos y pecadores en el suelo de la habitación de un hotel. Házmelo en el suelo decía la copla…

No se alteren ustedes. Esta semana ha sido cojitranca en muchos lugares. Las fallas, el día del padre, el puente… así que lo mejor, aprovechando que ya no les pueden movilizar para Kosovo, es que se compren el Elle, versión celtibérica, para ver a la portavoz del PP arreglada para explicarnos a los pobres memos la diferencia que hay entre pagar en metálico y pagar con tarjeta. Ya estoy loco por ir a un kiosko de guardia y comprarme la revista, porque la diferencia entre cash y plástico la conozco. Pero a mí, lo que me interesa de verdad, es la diferencia entre pagar y no pagar.

Y es que algo huele a podrido en la autovía Madrid Valencia. Sin duda.

lunes, 16 de marzo de 2009

Cuando la castidad fracasa

Manuel Clavero Arévalo escribe una tribuna en el Diario de Sevilla que titula Sobre el aborto. Clavero fue ministro de UCD allá en la prehistoria y declarado católico. Clavero ofrece una perspectiva legal que a mí poco me importa en tanto que es interpretable. E igual que dije que el aborto del que hablamos no es un problema médico, tampoco lo debiera ser legal. Si considerar que a partir de la semana X el conjunto de células cobra respeto, es tan estúpido como aceptar que cuatro células sean receptoras de una donación. Dice también Clavero que se pueden incrementar los abortos. Tampoco lo creo. No me parece que sea un asunto de compra por impulso. Lo que Clavero no explica, es qué hacemos con los abortos ilegales, con la trampa de las razones psicológicas y con las normas de nuestro entorno cercano. Mi planteamiento no es en contra del aborto, es más bien contra las razones que tratan de justificarlo. Un aborto tardío trae muchos riesgos para la embarazada, pero ese tipo está tan vivo como dos semanas antes, y contiene todas las potencialidades que se expresarán más tarde. Pero creo que cuando una niña de nueve años se queda embarazada debería tener la libertad de abortar y de ser ayudada a ello sin cortapisa ni objeción de conciencia alguna. Y cuando tiene trece también. Y cuando tiene treinta, porque no es la edad la que marca la diferencia entre la interrupción, es la imposibilidad de aceptar ese hijo, por ser joven o por ser cura. La importancia de esa razón solo la pueden poner los padres que esta vez no quieren serlo. Que esa decisión supone la muerte de un ser vivo. Sin duda. Que la vida en un sentido amplio de esa madre tiene una consideración superior, también. Así que ella decide. Como hombre me gustaría que contaran con nosotros, pero sé que es complicado y normalmente el macho se desentiende, simplemente subrayar que si se le pide, y obliga, a responsabilizarse del chaval en el futuro, que se tenga en cuenta su existencia a la hora de tomar la decisión de la interrupción. Sin duda es ésta una discusión teórica, porque obligar a una mujer a tener un bebé, que no quiere, en su seno durante bastantes meses para entregárselo al padre, es, como poco, desconcertante, pero considerar que el padre es un individuo, que si la madre quiere se le obliga a hacerse cargo de los gastos durante dos décadas al cincuenta por ciento, y si la madre no quiere, se queda sin hijo, deja al progenitor varón en una situación de evidente indefensión.

La verdadera cuestión es la sacralización de la vida. Y nada nos importa si esa vida es de una bacteria o de un virus. Pequeñajos y feos. Y además dañinos. O si es de un cerdo o una vaca. No son tan pequeños, pero algo hay que comer y además no tienen mucha inteligencia. Y cuando se es pederasta, violador o terrorista, esa vida vale bastante menos hasta el punto de que se piden excepciones. ¡Pero es que esa gente mata o ataca a nuestros principios más fundamentales! En ese caso la vida no depende de la madurez del sistema nervioso, del latido cardíaco o de la capacidad de seguir respirando, en ese caso la consideración es que esa vida le sobra a la sociedad o, al menos, a algunos miembros de ella. Hubo un tiempo que sobraban los infieles, los que creían que la tierra era redonda o los esquizofrénicos. Esos sujetos ponían en cuestión lo correcto y debían ser eliminados. Paradójicamente, los herederos de los que dictaban lo cabal y adecuado y que valoraban a la baja la existencia de unos cuantos, toman la vida como la última razón. Esos mismos eran los que echaban del pueblo a la zagala preñada, los que mantuvieron los derechos diferentes para el hijo nacido en el seno del matrimonio del que se concibió con otro partenaire. Se los llamaba hijos naturales, ilegítimos, bastardos. ¿Se puede ser más cabrón? Se estigmatizó a esas mujeres con ese apelativo de madre soltera, como si los pases mágicos de un cura en el sacramento, la blindaran contra el mal. Ahora reivindican la educación sexual cuando hasta hace nada grapaban las páginas de los libros de texto de biología en donde se explicaba el misterio de la vida –así lo llamaban-, esos que se alegran de tener a un Papa que persigue los anticonceptivos hormonales y abomina de los preservativos. Son esos mismos los que excomulgan a hijas y madres que abortaron y dejan incólume al padre violador.

Odio ser pragmático, pero los abortos se seguirán haciendo porque esos embriones seguirán complicando la vida a la gente; por tanto, pongamos los medios de todo tipo para que suceda de la forma más ordenada. Quizá esa comisión de expertos, en lugar de mantener un debate decimonónico sobre cuándo la albóndiga de carne recibe el impulso vital en forma de alma, debería haber sido más clara: Miren, señores, tenemos entre cero y nueve meses para interrumpir el proceso. A partir de siete meses nos va a dar repelús a todos porque lo que llamamos ser vivo, tiene una pinta de tío o de tía enorme. Pero si lo hacemos en el sexto o en el quinto mes los restos fetales pueden dañar las estructuras internas de la madre. Las primeras semanas son inhábiles porque ni siquiera la madre sabe que en el asiento de atrás del coche se subió un tercer pasajero. Entre que se lo imagina, se hace la prueba, se eliminan los falsos negativos y se consulta con el médico pasan otras tantas. Así que en la práctica tenemos desde la décima semana a la vigésima para hacerlo. Eso nos deberían haber dicho, tienen ustedes diez semanas. Tiempo suficiente para tomar una decisión. ¡Déjense de hostias! Que tenga uñas o que el páncreas haga no sé qué, es irrelevante. Las preguntas son ¿qué dirán mis padres? ¿cómo se lo tomará Pepe? ¿cómo me ha podido pasar esto? Pero la respuesta es dicotómica. Sólo admite dos posibilidades. Me lo quedo o aborto. No hay un me lo quedo un ratito sólo o aborto pronto, que da menos mal rollo. Por eso el debate de semanas es estúpido y puramente academicista.

En el debate anterior de hace ya veintitantos años, se hicieron las cosas a medias. No se legalizó el aborto, se despenalizaron determinados supuestos. Así había razones correctas, adecuadas para interrumpir el embarazo y otras espurias. Mierda para ellos. Al final las espurias se juntaban en el coladero del riesgo psicológico y los acendrados profesionales de la salud aceptaban pulpo como animal de compañía firmando en barbecho.

Con la nueva ley no se será más compasivo con los embriones, pero nos habremos quitado la moralina de unos beatos que impregnaron el código penal y las sentencias del Constitucional con sus preceptos. Yo solo reclamaba que se diga que los plazos son los de decisión de la madre, no los de desarrollo del feto, porque lo que importa es la madre y su circunstancia, y un carajo importa como tenga el hígado o los párpados el bebé.

Interrupción del embarazo implica la muerte del embrión. Completa. Absoluta. No es obligatorio. Ni graduable moralmente según se anticipe o no. Es lo que es. Y hay que ofrecer seguridad jurídica para su resolución. Para la madre y para el equipo médico.

Así para unos cien mil abortos al año. Durante años hemos aceptado la inmoralidad, no del asesinato de seres indefensos, sino de una sociedad hipócrita que se ocultó tras una norma injusta con las mujeres, con los sanitarios y contra la sociedad. Con tal número de abortos al año lo más probable es que esa muestra se comporte como población, es decir, que lo que podemos decir de los españolas de cierta edad, lo podamos decir de esas mujeres; por ello más del 70% de las mujeres que abortarán se declararán católicas. Y según en qué lugares votarán mayoritariamente por el PP o muy cerca de la mayoría. Es un buen momento, pues, para hacer examen de conciencia y valorar lo que supone la Iglesia con su política tan agresiva contra los métodos anticonceptivos, y las posiciones del Partido Popular al respecto. Claro que las campañas de educación sexual son y serán necesarias, pero muchos de esos abortos se practican en mujeres hechas y derechas. No todo es cuestión de desinformación. Y el PSOE debe dejar de considerar la interrupción del embarazo como bandera progresista y arreglarlo; de hecho, si lo hubiera hecho bien en el pasado, hoy este debate no existiría, al igual que no existe el del divorcio y causó muchos sietes en las vestiduras. Pero pasa como con el laicismo. Si se hubiera separado la Iglesia del Estado de forma absoluta, si se hubieran denunciado los acuerdos con la Santa Sede, si se hubiera exigido el IVA, si se hubiera dejado de recaudar para una organización ajena al Estado no estaríamos reclamándolo ahora. Pero es la forma mierdosa que tiene este equipo socialista de perpetuarse: anuncio el problema, lo resuelvo mal y pido seguir cuatro años más para poder resolverlo.

Para mí el resumen de esta historia del aborto debiera ser que se interrumpe una vida -completa, total- sin lugar a dudas, que las semanas mojón son un problema de oportunidad, no de impunidad moral, que es un derecho claro de la mujer, no del feto, que tiene que ser gratuito y que no se puede encausar a la madre por ello. Es una muerte, no es una visita a un parque temático y va en la conciencia de cada cual.

Es jodido, no se les ocurra aminorarlo con mieles o fragancias.

domingo, 15 de marzo de 2009

El triunfo de lo inespecífico

Acabo de terminar de ver La ganadora. Es una película de 2005, estrenada en 2007 en España y fue un fracaso comercial absoluto. Seguro que muchos la consideran como una de las típicas películas que Tele5 o Antena3 te sueltan por las tardes de sábado o domingo y que contribuyen a nuestras mejores siestas. En este caso la moda de la estética de los 50-60 se alía con la no menos en boga de películas de concursos para ofrecernos The prize winner of Defiance, Ohio.

Me imagino que de no ser por Julianne Moore sería cierto. Y lo sería más si nos ponemos las gafas de ver esas películas americanas basadas en un hecho real. Con esos hechos reales que solo les pasan a ellos.

Como saben estoy metido en la cabeza del pelma y muchas de sus cosas me hacen meterme los dedos en la boca sin pretensiones anorexígenas, pero domingo por la tarde, después de ser sobornado por un arroz enorme que ese mismo plasta ha cocinado y que me reconcilia diariamente con él, un calor africano y una paga ausente, no me deja muchas más escapatorias que verme lo que pone en la televisión.

Explicada la coartada, déjenme que les cuente brevemente de qué va.

La espléndida pelirroja –valga la redundancia- Julianne Moore (Evelyn Ryan) es una ama de casa que contribuye a la economía familiar con unos pocos dólares que gana en concursos de televisión, de supermercados o de radio. Woody Harrelson es su marido, borrachín, incapaz de aportar el salario completo, fracasa como padre y como marido y parece que su única habilidad es la procreativa: diez hijos.


Los años van pasando y ella descubre que tiene una rara pericia para ganar esos concursos de inventar letras para jingles o reclamos publicitarios, hasta el punto que pueden comprar una casa –no crean que es un poltergeist, piensen en aquellos años y en Estados Unidos- y llenarla de muebles y lograr sobrevivir con otros premios que les permiten a veces llenar el arcón frigorífico y otras dejar a deber la leche.

No les voy a contar la trama completa y romper esos finales-conclusiones con que los americanos construyen su moraleja vital y que se basa en el mientras más trabajo más suerte tengo y es en este punto donde quiero dejar la película para adentrarme en la esencia de la suerte como anestesia ante la desesperación y la pérdida de la fe en el trabajo como dinamizador social.

No, de verdad, el pelma no le ha puesto nada al arroz, ni yo lo he rematado con una absenta. Y no es por virtuoso, es que no queda absenta en esta casa postbodeleriana. Es que, tras ver la película, me asaltan algunas dudas al respecto.

Uno siempre creyó que el esfuerzo personal y cierta dotación intelectual, permitían labrarse un porvenir en la vida. Y hablo de un porvenir de necesidades básicas con este confort que el primer mundo anuncia, no crean que aspiro a yates, acciones de campo de golf o apartamentos de inversión. Hablo de que si uno estudia, alcanza ciertos niveles de excelencia académica, trabaja duro, es capaz de mantener la baba en su sitio y no comete tropelías penales, debería llegar el momento en el que ese conjunto de brío y luces, le permita disfrutar de tranquilidad personal, que las inquietudes juveniles tornen quietudes en la madurez.

De hecho no debo estar tan equivocado con esa vertebración espiritual de lo que hemos llamado ser un hombre/mujer de provecho, ignoro si se sigue diciendo, y es todavía la zanahoria que se pone delante de los infantiles ojos para que consuman asignaturas, calificaciones, títulos, entrevistas, ascensos y todos esos peldaños que hemos ido pisando con irregular garbo, pero firme confianza que en la insistencia estaba la recompensa, según el adagio cañí de que el mundo es de los pesados.

Pero hete aquí que cuando uno lleva tachados ya muchos peldaños, encuentra que esa escalera no conduce al bienestar soñado y ve, envidioso, que hay otras que llevan más lejos y más alto. Y no es el diplomado que divisa por delante el humo desvaneciéndose de la mejor moto del licenciado, no es el funcionario B que piensa por qué no prepararía las oposiciones del grupo A, ¡qué va! Entre esos las diferencias son minúsculas o inexistentes. Tampoco hablo de esos que han jugado con los límites legales, que han traficado con las normativas, ni, lógicamente, de aquellos que han infringido las leyes. Hablo de aquellos que siendo menos trabajadores, menos cultos, menos listos, menos imaginativos, menos todo, han logrado encaramase a posiciones de poder, de seguridad, que les permiten un horizonte mucho más en cuesta abajo que otros, que lo ven quebrado, difuso y cada vez más distante.

La suerte. Creer que sólo la suerte ha contribuido a esas diferencias no sería justo. Es cuando tiramos de hipótesis blandas como la inteligencia emocional, estilos cognitivos, habilidades sociales, carisma y todas esos constructos que han adelantado a las competencias clásicas, para que los logaritmos o los análisis sintácticos iniciales, la anatomía, el civil o el cálculo de estructuras dejen de ser relevantes y se enfatice aquello que no forma parte de nuestro currículo, como la capacidad de trabajar en equipo, las relaciones sociales, la simpatía o el don de gentes. Las ecuaciones de segundo grado o la segunda declinación hubo que aprobarlas, como también fue necesario demostrar suficiencia en estadística o en historia contemporánea. Pero nadie dijo que un nudo Windsor o unas gotas de perfume en las corvas fueran fundamentales. Siempre se sospechó que ayudarían, junto con un buen par de apellidos y unas cuantas recomendaciones, pero nada esencial.

Pero el caso es que los esforzados que miran desde la escalera equivocada, han logrado una enorme competencia también en eso. Saben que la pluma estilográfica no se cuelga en el bolsillo exterior de la chaqueta, saben que la manicura es importante, han dejado los palillos en casa y guardan un par de medias en el cajón por si acaso. Tienen amigos, incluso una buena red de contactos, y de sobra saben que la cooperación es indispensable, incluso han cambiado el orden de los apellidos para buscar alguna distinción. Pero como son listos, advierten que siguen en el camino equivocado y ven a sus coetáneos menos sagaces encumbrarse, ven como cuando caen, ellos se desangran y a los otros les basta con una tirita. Y les duele.

Y tiene que ser la suerte, porque cuando esos inadaptados con todas las vacunas sociales puestas se pasean, encuentran un mundo poblado de mediocres, en sus clientes, en sus proveedores, en sus colegas. Los ven entre los profesores de sus hijos, entre los médicos que les atienden, en sus jefes, en los periodistas que escriben los periódico que leen, en la persona –quizá en plural- con que les engaña su cónyuge, en el camarero que les sirve una copa, en sus dirigentes, en los fiscales que les acusan y los jueces que les condenan.

Y poco a poco empiezan a verse mediocres a sí mismos, empiezan realmente a serlo, y ya no son capaces de distinguirse de los demás y empiezan a creer de verdad en la suerte y ven que por la vía del tesón y del sudor, por el sendero de la capacidad y de la chispa no van a llegar a sitio alguno. Saben que su única posibilidad es una primitiva o un euromillón que para algo saben inglés. Y dejan de esforzarse y piensan en paraísos; ante la imposibilidad de quince días en la costa, sueñan con un trimestre en un crucero. Y dejarán de votar y de pensar, y trocarán el término merecimiento, lleno de causalidad, por el de fortuna, lleno de aleatoriedad. Y ya han empezado a morir. Y el futuro del mundo con ellos.

La película está basada en el libro escrito por una de las hijas. No tenemos modo de saber en que escalera estaba situada la señora Ryan, pero logró que su suerte pareciera una profesión exitosa, o bien que su dominio de lemas y pareados se amparara bajo el dosel de su buena estrella, que a efectos de distribución divina se compensa con un esposo alcohólico y una existencia miserable, que se percibe tras una frase hostil dirigida hacia el marido y que bien podría ser el motto de la próxima campaña de igualdad: no quiero que me hagas feliz, quiero que me dejes serlo.