domingo, 9 de agosto de 2009

Ninfa de clausura

Parece que las cosas empiezan a calmarse, entrevistas, ofertas, radios y televisiones, periódicos y revistas para dar cuenta de lo que yo solo sé, para creer mis mentiras, para crear una historia aceptable tras una situación incomprensible.

Todos se han concentrado en saber cómo escapé, como me sentí con su muerte, ¿hubo sexo?

¡Ignorantes!Si escribo estas líneas es para poder memorizar más adelante mi verdad íntima porque ya empiezo a confundir la realidad con la ficción que estoy creando y siento que, contada por terceros, se irá distanciando tanto de mí que perderé el rastro genuino.

Es probable que rompa estas líneas al final del escrito, pero de momento valdrá para escribir el epitafio de la niña que fui y que voluntariamente maté aquella mañana de hace ochos años.

Mis padres se habían separado. No recuerdo la razón exacta. Quizá fuera por mí. Quizá fuera por mi madre. Ella nunca supo tratar a los hombres. En eso no nos parecemos en nada. Mi padre contribuyó a ello. Me enseño muchas cosas. De hecho me enseñó todo.

Wolfang había merodeado muchas veces por el colegio. El miraba a todas pero yo no le quitaba ojo a él. Era el más joven de los moscones, tampoco demasiado abundantes, y parecía un tipo aseado. Mi recuerdo es vago pero visualizo como abría las piernas en el columpio buscando atraer su atención o corría alocada tras una pelota pasando delante de él. ¡Pobre imbécil! Notaba su culpa tras la verja del colegio y como huía amedrantado en cuanto alguna cuidadora revoloteaba por allí.


Creo que debía tener nueve años, quizá ocho, en aquella época. Wolfang no era demasiado insistente en los primeros tiempos. La nieve, el frío atroz de Strasshof desaniman a cualquiera y él no era un hombre recio. Recuerdo ahora cuantas fotografías de su madre tuve que tirar en los primeros meses de cautiverio. Era un enfermo y un pusilánime.

Pero volvamos al principio. Una primavera logré que Wolfang se dirigiera a mí. No sé qué tontería me ofreció y cómo me costó salir corriendo fingiendo miedo. Aquello debió excitarle porque volvió a los pocos días. Nunca fue muy listo. Era yo la que tenía que controlar la aparición de cuidadoras y profesoras porque él, con su bobalicona sonrisa, era incapaz de protegerse a sí mismo. Si no fuera por mí hubiera tenido más de un problema con la policía.

El caso es que él creyó ganar mi confianza sin saber que él había sido mi elección.Los detalles se agolpan en mi cabeza, quizá he tenido que reprimir tanta información real en estos días de exhibición mediática, que los datos se aprestan a salir a mi magín consciente reclamando su abolengo de autenticidad. Pero me aburren soberanamente. La verdad es que fueron tantas mañanas viéndole tras las rejas del colegio, tantas tardes sabiendo que me seguía sin atreverse a hablar, a rozarme. Parecía que no bastara que me saliera de mi camino, buscando calles oscuras, poco transitadas. El seguía a demasiados metros de distancia sin hacer otra cosa que seguirme en silencio.
Curiosamente se debía sentir más protegido en el entorno del colegio. Allí con otras niñas, con gente por la calle fue capaz de dirigirse a mí. Sin esos elementos de control era incapaz de actuar como yo esperaba. Quizá era demasiado joven para sentirme desconcertada y es una elaboración adulta, pero era como si se sintiera mejor representando el estereotipo del merodeador de colegios, del hombre de los caramelos, del pederasta acechador actuando como tal. Como si le faltaran referencias para culminar el patrón de conducta. Advierto que el lenguaje de los psicólogos, estos sacamuelas modernos, es altamente contagioso. Vana futilidad de jerga que esconde la ausencia de conceptos. En unos pocos días han sido capaces de cambiar mi forma de expresarme. Quizá estudie psicología: es tan útil para desenvolverte en la vida ¡siempre que no la hagas tu profesión!

Cómo me disipo. Lo llaman TDA Trastorno por Déficit de Atención. ¡Qué gilipollez! Pero me disipo. Volveré a lo que contaba.

Wolfang no se dirigió a mi nunca más en esos meses. Ni durante los itinerarios de regreso a casa ni tras la verja del colegio. Como el típico machito de bar que te mira mientras está la barra llena y huye cuando te acercas a dos metros. ¡Hombres!

Tomé una decisión. Seguro que hay cierta fabulación en mi memoria. Fueron semanas intensas de planificación. No sé muy bien si lo que más quería era escapar de la aburrida de mi madre, de la escuela apestosa o disfrutaba con la idealización de esa nueva vida. La mayor parte de las niñas tienen esos sueños a los 18 o a los 20 con el novio de turno, pero yo no podía esperar tanto. Era una sabina sin romanos.

Los lunes no aparecía nunca por el colegio, ni me seguía de regreso a casa. No le di más importancia, simplemente aparecía así en los datos que apuntaba en mi agenda escolar. Pero un día todo cambió. Descubrí que aparcaba un coche cochambroso cerca de mi casa. Quizá lo había visto antes pero el afán abre los sentidos y con su coche blanco muchos problemas encontraron solución. Solo lo hacía los lunes. Quizá el sueño de las mañanas de lunes impidió durante meses que me percatase. Exploré los siguientes dos lunes su comportamiento. Allí estaba por la mañana temprano. Me seguía durante unos cuatrocientos metros y giraba por la calle grande. Y ya no le volvía a ver.

Aquel lunes 2 de marzo de hace ya ocho años salí de casa y le oí arrancar el automóvil. A los pocos metros aminoré mi ritmo para que a ambos nos pillara el semáforo. Di media vuelta y abrí la portezuela de su coche y me senté en el asiento del acompañante. Tuve que interrumpir su cara de pasmado con un enérgico ¡Vamos a tu casa!

Creo que estuvo a punto de salir del coche y dejarme allí con un palmo de narices. Pero el verde del semáforo actúo como un disparador y emprendió la marcha. Hubo un silencio absoluto. Le pedí el nombre como si fuera la filiadora de la Gestapo e intercambié el mío como pago. No hablamos más hasta que llegamos a su casa y me dijo: Voy a abrir la puerta del garaje.

Lo dijo como pidiendo permiso, autorización. Me bastó mirarle a la cara y bajar los ojos fingiendo aprobación. Esa parte no estaba prevista. Mis padres aparcaban en la calle.

Esa noche cocinó para mí. No lo hacía mal. Seguimos sin intercambiar palabra. Todo lo más monosílabos de negación. El permiso yo lo otorgaba con los ojos. Pronto quedaron claras las claves del comportamiento aunque esos primeros días fueron de descubrimiento de las posibilidades de la casa. Esa primera noche decidí dormir en el sofá, o el sueño decidió por mí. Así estuve los primeros días. Él salía por la mañana no muy temprano y volvía a la hora que yo debería estar jugando en el recreo. Era divertido ver como se repetía el patrón de tiempos desde el otro lado. Disfruté los primeros días sola en casa, una mezcla de SIMS y Gran Hermano en el que yo era actriz y espectadora a la vez. Pronto descubrí que había que hacer algo más. Wolfang disponía de una vasta biblioteca. Probablemente heredada porque no recuerdo haberle visto coger un libro de ella en todo el tiempo que duró aquello. Cuando él se iba me gustaba mirar los anaqueles y optar por algún libro y empezar a leer. Visto en la distancia me asombra la falta de criterio que tenía a la hora de aproximarme a uno u otro libro. Muchos los dejé a las pocas páginas, pero me fui haciendo selectiva. Ya no me apetece seguir contando esto aunque recuerdo uno de los inicios de capítulo más famosos: Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. Yo en aquel momento ignoraba la obra, el autor y escasamente entendía el sentido de la frase, pero supuso, insisto, visto en la distancia, la mejor descripción de mi acontecer.

Tantas veces me han preguntado, con palabras o con miradas, si tuve relaciones sexuales con Wolfang, que me asquea siquiera contarlo para mí. Quizá deba hacerlo por esa misma razón. ¿Acaso hay algo detrás de esta historia poco claro? Me refiero para mí lógicamente. Para el resto es incomprensible, pero ese es mi éxito, mi obra, la construcción del personaje.

Sí, claro que hubo sexo. Alguna cosa se me escapó durante las primeras pesquisas, pero los batablanca guardaron su propio monstruo tras mis explicaciones y no supieron abundar más en ello. Ahora que lo pienso me hubiera gustado fantasear un poco más sobre el asunto. Con Wolfang muerto hubiera sido divertido recrear la historia sin probables contradicciones. Pero no lo hice. Y para inventarme una historia tengo todo el tiempo del mundo.

Quizá esto que estoy escribiendo no es real, o mejor, no fue real y es producto de lecturas, de películas, de deseos, de propias mentiras, pero ese es mi privilegio, las cosas son en la medida que yo las pronuncio o las escribo, es la gran creación del ermitaño, sin testigos, la auténtica protohistoria. Una estilita con el confort de un chalé.

De nuevo pienso qué me pasa con esto del sexo que lo eludo una y otra vez. Porque ¿lo hubo, verdad? Sí, por supuesto, al menos en los primeros tiempos. Yo tenía que repetir todo lo aprendido en aquellas tardes a solas con mi padre y fue la principal razón de subirme sin permiso al coche blanco. Quizá en la película que hagan de mí, saquen a relucir la historia, aunque no creo que se sepa ni se vaya a saber. Mi padre no lo contará, mi madre lo habrá olvidado si alguna vez sus escasas luces le dejaron adivinarlo y yo no le he decidido aún. En cualquier caso tampoco reflejará la verdad, yo nunca sentí asco con los tocamientos de mi padre, el rechazo surgía de la mierda de tono blandengue de voz con el que me hablaba, de las explicaciones que me daba, coartadas propias del capullo que es. A mí me gustaba descubrir todas aquellas cosas, nuevos olores, sabores diferentes, reacciones desbordadas, era apasionante ver y sentir todo aquello. Lo que me hizo huir fue la culpa de mi padre tras acabar, las promesas, las amenazas, la falta de autoestima a la que asistía cada tarde que él buscaba para hacer todo aquello. Huí para poder asumir yo misma ese papel activo, para hacer y deshacer. Wolfang era perfecto para cumplir con ese fin.


La primera vez no fue esa primera noche, de hecho debieron pasar unas cuantas antes de que me decidiera. Recuerdo que la idea que rumié durante mis fríos, pero ardientes recreos no coincidió en absoluto con lo sucedido. Como en otras cosas mis impulsos desbarataron el plan, y fue, afortunadamente mucho mejor; la idea de la seducción con luz tenue, música lenta y miradas dulces me da ganas de vomitar. No es que preconice la violación, pero el deseo es otra cosa.

Tengo que decir que hablábamos muy poco y nuestra relación era de compañeros de pensión. Desgraciadamente para él yo era la patrona, pero no parecía importarle. Nunca le pregunté, ni él comentó, cómo percibía el riesgo de ser descubiertos o la investigación policial. Leíamos las noticias, veíamos por televisión el día a día del suceso, mi madre llorando, mi padre llorando, una niña gorda que decía que me había visto, elucubraciones de vecinos, maestros, expertos en no sé qué y todo ello lo hacíamos en silencio, con la atención de un comando militar. La única idea que Wolfang tuvo fue la de construir esa infravivienda que estaréis cansados de ver a todas horas. Un día empezó a construirla y al cabo del tiempo yo le ayudé en algunas cosas. El puso la mayor parte del trabajo duro. Mi parte consistió en el attrezzo.

Decía que hablábamos poco. Aquel día él estaba comiendo un sándwich en el sofá hojeando unos papeles mecanografiados. Me senté a su lado, le abrí la bragueta y empecé a masajearle frenéticamente. Él estaba petrificado. O no tanto, en pocos segundos se derramó sobre mi mano. Me levanté con la mano en alto y fui hacia el baño. Antes de limpiarme aspiré el olor de aquel líquido templado. Era muy parecido al de mi padre.

A mi regreso estaba parapetado tras sus papeles. Ni una palabra. Yo tampoco lo hubiera consentido. Sin explicaciones, sin reciprocidad.Hubo muchas más veces. Y sexo de mayor calidad. Wolfang era demasiado pacato pero un día se atrevió a meterme mano. Me dejé hacer. Era divertido verle tan excitado ensalivándome entera, con miedo a hacerme daño, a introducirme dedos, a provocar mi rechazo. Le dejé hacer durante un buen rato. No le rechazaba pero tampoco colaboraba. Por primera vez noté el cambio de tempo. Con mi padre todo era acelerado, quizás más brusco, posiblemente fuera el punto de sordidez que proporciona el contraste de una erección sobre una sábana con patitos y ositos de colores. Quizá la barba mal afeitada de mi padre, quizá esa sialorrea culpable y animosa la que no dejara que me soltara. Ahora era diferente, cambiaba el escenario, Wolfang era, sin duda, más aseado que mi progenitor y el punto de timidez le daba un carácter especial. Pero sobre todo era que no tenía prisa, si acaso era demasiado premioso. Pero estuvo bien. En algún momento accedió a la contraseña de mi cuerpo y, afortunadamente, supo que había dado con ella. He leído multitud de descripciones de orgasmos. Ninguna coincide. Pero lo pasé muy bien. Reposé brevemente, unos segundos apenas, y se la meneé con ganas. Estaba a tope. Duro instantes nada más. Esa vez no fui al baño a limpiarme.


Me viene a la cabeza el día que fuimos a esquiar. Le puse un anuncio de aquella estación de esquí en la mesa. Ese fin de semana preparó el coche y madrugó al día siguiente. Era la primera vez que estábamos rodeados de personas, incluso en algún momento estábamos separados. Notaba cómo me miraba al alejarme. Sin ser una experta esquiaba mucho mejor que él. Wolfang no había entendido aún, que la única posibilidad de romper con una huida la relación, era que él se fuera. Quizá les parezca extraño mi modo de vida, pero era un paraíso para mí. Sin colegio, disfrutando cada día de la lectura –me enorgullece que haya sorprendido tanto mi nivel cultural en las entrevistas- tomando baños relajantes, sin necesidad alguna de mentir o de mostrarme como no soy, sin las presiones de lo-que-hay-que-hacer, actuando cada hora, cada día a mi conveniencia. Wolfang era el bastión de aquella construcción. Era el proveedor, era la compañía, el objeto a tiranizar, el que hacía ruido para saber que había otras cosas en mi mundo. Era también, al cabo de los años, la válvula de escape de mis ternuras, de mis debilidades, de mi compasión. Pensándolo ahora no sé muy bien por qué decidí un día largarme. Solo encuentro cierta explicación al placer epistemológico de aventurar nuevos propósitos. Pisar el césped de la vieja de al lado, fingir desorientación no fue especialmente creativo. En sí mismo me arrepiento de ello. Fue impropio de mí. Y siento de verdad la muerte de Wolfang. No calculé adecuadamente las consecuencias.

Ya lloré la cantidad justa. Ahora empieza una nueva vida. Seguro que no será tan portentosa como la vivida. Tendré que aprender de nuevo a soportar la frivolidad y la estulticia de mis congéneres. No encontraré a buen seguro otro Wolfang que permita ese estándar de organización de comuna a dos. No encontraré un discípulo tan auténtico como él. Nadie respetará mis silencios de la forma rendida que él lo hacía. Pero se acabó.

Creo que esto es todo, recordáis que el Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada, describía mi historia de la mejor manera posible, quizá creáis que ahora comprendéis porque tengo un motivo especial para sentirme desgraciada y eso significa que no habéis entendido nada. No me considero desgraciada, soy feliz y reconozco que me parezco a todos vosotros, porque sois felices ¿verdad?