sábado, 2 de octubre de 2010

Intransigiendo

El Real Madrid es pitado por el público por jugar en largo desde la portería; cambia e intenta salir en corto y al pie con escaso éxito ante la presión del Español. Futbol asambleario. Camps y Alarte se encaman y apoyan a varios alcaldes de la Comunidad Valenciana que se vienen a Madrid a montar una manifestación frente al Ministerio de Industria por el almacén de desechos radioactivos de Zarra. Populismo de barraca. El transfuguismo en Benidorm se acepta como una nueva vía de legitimación. Maquiavelismo para los que no leyeron El Príncipe ni vieron la película. Se convoca un paro total para que salga regular, ni muy bien, ni muy mal. Una huelga general que se quede en teniente coronel.

Comportamientos irreflexivos, brindis al sol, intrigas y motines recorren España más que algunos fantasmas trasnochados solían en Europa. La tentación de agradar es muy superior a la de pensar en lo correcto, la falta de ideas y de reflexión se ocultan tras la motricidad expansiva y artificiosa, la justificación del si ellos aceptan trajes por qué no puedo yo quedarme con una Rebequita, marca estilo y se implanta como sistema de gobierno, se adueña de nuestros usos arrinconando aquellas que considerábamos buenas prácticas y que han perecido como los fluviales cangrejos autóctonos bajo la presión del crustáceo gringo invasor de la aceptación pasiva, de la renuncia voluntaria.

El otro día respondía en otro sitio sobre la intransigencia. ¡Qué mala prensa tiene esa palabra! Quizá consecuencia de esa historia cercana, mamada durante años de falta de libertad, de catecismos de todo tipo, de moralinas y decálogos para hacernos gente de bien. Y lejos de pretender hacer un elogio de la misma, ya que un elemento clave de la intransigencia es la falta de seso, sí quiero transitar por su envés: la transigencia. Porque en esa bifaz, en este mundo dicotómico, digital y monocromático, de unos y ceros y blancos y negros, no queda otro espacio para lo difuso, lo entreverado por decirlo en términos para mi prohibidos y absolutamente ibéricos, no queda resquicio a las alternativas, a lo tangencial, únicamente queda el frente y el perfil de la ficha policial que no tolera el más artístico escorzo, porque donde esté el orden que se quite la ambigüedad.

Puede suponerse que la transigencia recibe invertidos cada uno de los valores inmorales y negativos de su imagen especular, ennobleciéndose al asumir esos atributos en perfecto orden de revista, asumiendo la parte positiva de cada continuo categórico. Así, si se construye la intransigencia con fanatismo, beligerancia, obcecación, burla burlando se edifica la transigencia con apertura de miras, comprensión y flexibilidad. ¡Esta palabra sí que mola!

Porque ser transigente es lo más. Es progresista, es juvenil, es moderno, es tolerante, inteligente, sostenible, diversificado, proactivo, incluso psicoprofiláctico y afroasiático. Un tampax de actitud que vale para todo, que enorgullece al que así se le adjetiva y que envilece a quienes merecen su odiosa versión Mr. Hyde.

Pero la transigencia también es indolencia, palabra que no está desacreditada, simplemente desconocida o confundida, así la transigencia viste muchas veces los ropajes de la cobardía, de la falta de integridad, del mirar hacia otro lado. Desatender las obligaciones de uno, ya como individuo, ya como miembro de una colectividad, es una felonía hacia unos valores más arraigados que los toros o los achicharrados correbous, una traición a unos ideales más antiguos que Ceuta y Melilla. Cada vez más se impone eso de que el que venga detrás que arree. Esa falta de solidaridad se acuna cada noche en la aceptación ¿transigencia? de los sistemas bárbaros impuestos. Transigimos con la renovación anual de libros de texto, ¡hasta de los diccionarios! asombrosamente incapaces de enseñar de un año para otro, transigimos con la destrucción de la escuela pública y de la estrictamente privada, para beneficiar el modelo concertado, básicamente religioso… y como ya saben, tan transigente. Transigimos con retrasos de nueve meses en ecografías, con pasos de cebra bloqueados por coches, con aceras pobladas de bicicletas que te apremian con el timbre, transigimos con restaurantes y bares que no cumplen las leyes antitabaco, transigimos con una justicia de moviola estropeada, con los enormes gastos de las televisiones autonómicas, con la corrupción que se da por buena. Transigimos en su momento a la barbarie terrorista porque a veces el fin lo merece, eso nos parecía aunque aquel fin fue sólo el principio. Y transigimos con las construcciones a pie de playa, con las tarifas eléctricas, con las irregulares instalaciones solares, con los contratos laborales ilegales renovados durante años, con los endeudamientos municipales aberrantes.

Transigencia hubo en la concesión de hipotecas basura, en el apalancamiento empresarial de embaucadores, hubo transigencia por parte de las autoridades reguladoras, de las cúpulas bancarias, de la sociedad misma. Transigencia hubo con los curas pederastas ¿hay alguno que no haya metido mano a un niño? Y la hubo por parte del Papa, de los obispos, la absoluta incuria de la Curia pontificia. Transigencia hubo en los pactos de no intervención de Francia e Inglaterra en los inicios de nuestra Guerra Civil. Transigencia hubo con la entrega de los Sudestes poco antes de la II GM. Universal transigencia existe hacia el hambre en el mundo, ante las chulerías de los grandes, ante los presupuestos de defensa, a veces más bien de ataque.

Nos hemos pasado la vida transigiendo y dice más bien poco de nosotros mismos, nos confundimos en calificarnos de enrollados porque “aceptamos” esas cosas de los demás. Por ejemplo hablar mal de la huelga del pasado miércoles es de fachas. Ser crítico con la oportunidad, efecto, modelo o lo que sea que esta huelga permita, cause o anteceda es impresentable para un progresista. Por eso hay que transigir con que unos cuantos caigan en la trampa de Aguirre y sus mínimos imposibles y bloqueen el derecho de los demás supeditándolo al suyo propio. Por eso hay que evitar el sonrojo al oír eso de piquetes de la libertad que parecen destinados a cruzar las amplias alamedas pero se quedan secuestrando autobuses en sus cocheras. Y hay que transigir con el papel de los sindicatos en estas tres últimas décadas. Porque lo que tenemos ahora no es una ocurrencia de Zapatero, ni sus planes urgentes de contención para que nos sigan fiando, ni es culpa estricta de Zapatero la tasa de paro. Ni siquiera quiero señalar a UGT o a Comisiones, hablo del sindicalismo europeo, que ha estado en otro sitio mientras se iba carcomiendo el Estado del bienestar. Qué hicieron los sindicatos mientras cedíamos al derroche, al lujo, al crecimiento sin fin, dónde estaban mientras nos cargábamos ley a ley, curso a curso la educación española, que hacían cuando en la construcción corría a manos llenas el dinero negro, también para los obreros, hacia dónde miran mientras se privatiza la sanidad en Madrid. Qué soluciones aportaron los sindicatos para evitar que nuestra cifra de desempleo de los mejores años, los de superávit, doblara la europea. Qué alternativas plantearon al inicio de aquella crisis no reconocida y que ha terminado por llevarse a España, a Europa y al mundo por delante. Qué han dicho los sindicatos sobre productividad y absentismo.

Transigir es quedarse con las soflamas de los mítines y la imagen de unos casquillos de bala teatralmente expuestos ante las cámaras y no armarse de paciencia y buscar la solución para una vejez mucho más amplia y mucho más cara de sostener incompatible con el sistema actual de pensiones. Transigir es aceptar las torpes explicaciones sobre los liberados y no sentarse para ver cómo se puede resultar más competitivo, cómo se puede uno formar mejor para este mundo irreconocible. Transigir es ignorar qué se puede hacer con los jóvenes que no encuentran un primer empleo o los viejos de 50 que serán incapaces de encontrar el último.

Los sindicatos se han comportado corporativamente, han defendido su corralito gremial a costa de los excluidos por el sistema, han apantallado los viejos empleos de forma acrítica dejando que se carguen los rehenes del empleo joven y del anciano de cincuenta años o de los parados, permitiendo que las clases medias retomen el concepto de gorronería del Estado de bienestar para aplicárselo a todo aquel que esté fuera del patio de recreo del empleo fijo.

Los sindicatos que se comportan como adalides de los trabajadores, como guías en el sendero arduo de la vida, han permitido que se adore a los múltiples vellocinos, que las televisiones ultrafascistas sosieguen con sus adormideras las conciencias y los valores. Escuchen: Esta disposición a admirar y casi idolatrar, a los ricos y los poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde es la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales. Ya habrán adivinado que no lo firma Sarkozy, ni pueden atribuirlo a nuestro Rajoy pertinaz en su decúbito trono, estas palabras pertenecen a Adam Smith que vivió en el siglo XVIII y sentó las bases de la economía clásica y del capitalismo. Qué pocas cosas han cambiado.

Los sindicatos deben replantearse su papel en la dinámica social. Poco sentido tiene hablar de piquetes informativos cuando te retransmiten la huelga en directo, cuando conoces antes que el Ministerio del Interior el seguimiento en Cádiz o en Bilbao. El concepto de vanguardia cambia cuando tus guiados saben leer y escribir o tienen una titulación universitaria, cambia cuando la complejidad del entramado sociolaboral es absolutamente diferente al del siglo XIX, cambia cuando la dichosa mariposa aletea en América y repercute en Europa.

Les dejo. Lean La tierra va mal de Judt, uno de los más brillantes pensadores y que acaba de morir. Señala, Hay una razón para que la mortalidad infantil, la esperanza de vida, la criminalidad, la población carcelaria, los trastornos mentales, el desempleo, la obesidad, la malnutrición, el embarazo de adolescentes, el uso de drogas ilegales, la inseguridad económica, las deudas personales, la angustia, estén más marcados en los Estados Unidos y Gran Bretaña que en la Europa continental. […] La desigualdad es corrosiva. Corrompe a la sociedad desde dentro.

Es hora de que los sindicatos dejen la silicona que bloquea y apliquen la materia gris a los asuntos que nos vienen. Tras la fiesta de final de curso para las familias hay que empezar a trabajar. Ya no hay engranajes para introducir los zuecos y parar la maquinaria. El único sabotaje posible hoy en día es no pensar.