lunes, 21 de septiembre de 2009

La noche de punta en blanco

Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte. Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un tipejo que empuñaba el látigo. Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente encorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su contento. El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba el deber. A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.

Les acabo de trascribir el poema nº 4 de Spleen en París de Baudelaire. Lo tituló Un gracioso. Otra ciudad, otro país y, desde luego, otro tiempo. Pero en Madrid también tenemos nuestros graciosos, en plural, un plural enorme, un plural corporativo, un plural sayón y escriba. Ayer nos abrieron en carnes la ciudad, bajo la coartada del insomnio, de la cultura gratuita, de esa derecha social bajo la que discurre nuestro alcalde, a través de una ciudad sobre la que no discurre nadie más, quizá por ese tedio intelectual que los incapacita, quizá por esa ausencia masiva que protagoniza nuestra oposición, en un oxímoron crónico y añejo en este Madrid que nos cobija y nos expulsa y que no acepta opinión.

Arranqué el domingo, entre vidrios mojados que no me dejan escribir nombre alguno, entre envases vacíos a la fuerza, entre cubos de basura impuesta e impositiva, y salgo a las calles nuevamente para enterarme que la semana que viene volverán las hordas enrolladas a destripar las aceras para celebrar el “Día de la Corazonada”. Supongan, mal, que ese día será en el que sus amores se independicen, en el que encuentren algún otro relevante que les acepte mejor y paseen su amor libre por Las Vegas en pos del futuro merecido en el que triunfa el azar. Asuman, mal de nuevo, que será el día que oirán a Tom Waits y sus corcheas bañadas en orujo de caña. Cuando el calendario les deposite, mustiamente, sobre el próximo fin de semana, no será la celebración universal de la Corazonada de Ford Coppola, será Madrid y será Bisbal quien enfangue sus sueños. El Día de la Corazonada celebra la presunción de nuestro alcalde de que nos concederán la organización de los Juegos Olímpicos. Después de analizar vísceras, otear posos u consultar augures, nuestro alcalde ha tenido una corazonada y nos concita en la Cibeles para mostrar al mundo con más ruido, más suciedad y mucha más esperanza, que si no disponemos de un buen proyecto, al menos nadie nos gana a ilusión. Al fin y al cabo es el precipitado olímpico del fracaso, en el que lo importante es participar, destrozada ya la cultura del esfuerzo y del merecimiento que la izquierda igualitaria destierra y que esta derecha social promueve.

Si aquel spleen de Baudelaire, aludía al tedio que vive en el bazo con la melancolía y el enfado en una niebla de humores y rocíos, la corazonada reniega del cerebro para asirse al órgano cordial, más arrebatado e impulsivo, más obstinado y terco con la misión de ofrecernos una versión vacua del deseo más que un apunte de la realidad.

En tanto, seguimos trotando, alocadamente, como el asno, mientras los íncubos, diestros y siniestros, nos apremian y nos excitan, dispuestos a toparnos de tarde en tarde con graciosos engominados que nos distraigan y espanten de esta ciudad y este país de humorada que hemos levantado y que no sabemos terminar.

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