sábado, 22 de mayo de 2010

Funcionario, funcionario, fun, fun, fun

Yo soy andarín. Antes lo era al modo de algunos autobuses, de forma discrecional, pero ahora ya soy andarín de línea, obligado a regresar a nuestro nomádico ser, después del fracasado triunfo del agricultor sedentario que nos obligó a civilizarnos, ahora tengo ruta y horario que cumplir.

Pues en uno de esos paseos me dejé caer por el Mercado de San Miguel, un precioso espacio rehabilitado en parte con el dinero de los madrileños con padrino municipal y madrina autonómica. Yo, que soy partidario de un Estado con músculo, me pregunto a veces si el dinero del erario se debe utilizar para adecentar lugares que la iniciativa privada debiera cubrir. El caso es que ahí siempre hubo un mercado y que el paso de los años lo fue deteriorando. Obliguémonos a pensar que fuera nuestra responsabilidad colectiva, el remozar la estructura del mismo para que los vecinos continuaran pudiendo acceder a los productos de uso diario que ahí se expendían. Pero no, en su lugar no hay tres o cuatro fruterías, ni dos pescaderías y una pollería, como en los barrios de ustedes. Ahí se ha montado un estupendo centro de delicatessen que ni de lejos es equiparable a dónde iban a comprar nuestras madres diariamente. La única carnicería ofrece cortes franceses sofisticados de piezas suculentas a precios correspondientes con el nivel del producto y la única pescadería, te sorprende con ventrescas de alguna avanzadilla de bonito que huye de las amenazantes pinzas de las cigalas tronco. Los ojos se van tras unas cerezas hermosas y gordas como narices de payaso a precio igualmente gracioso de 35 euracos el kilo. Sirven champán por copas a siete euros la más barata y dispones de diferentes calibres de ostras para degustar, o suicidarte, allí mismo.



Como verán, parte del paseo era autopunitivo, actuando como padre de mi mismo advirtiéndome que algún día nada de esto sería mío, mientras de forma masoquista contemplaba croquetas, quiches, albóndigas y adminículos grasos varios danzar entre vaharadas, sobre platillos volantes entrechocando con copas previamente trasegadas y dispuestas a ser remplazadas por otras. Los otros escaparates de Ámsterdam.

El sitio es espectacular y obligado aunque no seas un zampón y de peregrinación forzosa si te estás sacando el carné de Gargantúa, pero no es la tienda para el día a día, por tanto, que sólo la Comunidad de Madrid aporte 600.000 euros a fondo perdido me parece que se encuadra en esas miles de subvenciones que son absolutamente prescindibles, hogaño que nos sabemos pobres y antaño cuando nos creíamos ricos. Pero resulta que estos proyectos son los que gustan a la mayor parte de los políticos gobernantes. Al igual que a los estudiantes de marketing que prefieren hacer sus desarrollos sobre productos glamurosos y caros, porque es más divertido crear estrategias para unas medias de costura trasera impecable y puntera invisible con culotte de fantasía, que unos pantys opacos de compresión variable para las varices. Así los políticos mercaderes se ven más degustando media de ostritas con un Rueda frío, que palpando las ciruelas claudias en el mercado con cuarto y mitad de chopped y medio de jureles en el carrito de la compra.

Esa readscripción de clase que se da en los políticos de forma súbita -el pelotilleo y la corte obran milagros-, concurre, también a medio y largo plazo, en muchos funcionarios de los niveles más altos y directivos de empresas públicas que no cambian con los vaivenes electorales, de modo que se consolidan, more ferarum, a sus puestos, ahora ya hábitat conquistado, y se desclasan hasta el punto de dejar de creer en lo estatal, denostando la escuela o la sanidad públicas. No en vano gran parte de los funcionarios optan mayoritariamente por los nada públicos seguros de salud para cubrir sus necesidades sanitarias. Más o menos como si los soldados llevaran escoltas privadas. Son paradojas que vienen de lejos con los mufaces, mugejus e isfas de turno para funcionarios de la administración, funcionarios judiciales y militares respectivamente o el antiguo Inisas que heredo la SEPI del INI como cobertura sanitaria y que vendió a una aseguradora privada, hoy propiedad de La Caixa.


Y como la función pública es bastante endogámica, esa reorganización social deviene cuasi estamental, dando por buenos y ciertos los atributos a los que se ha aspirado, renegando de los orígenes y, lo que es más grave, haciéndolos desaparecer del quehacer político y administrativo, arrumbándolos para la llamada gentuza, esos que no son como nosotros.

Dicho de otra forma, el otro día una funcionaria de carrera del máximo nivel, lista y capaz, se queja de las rebajas de Zapatero. Hace sus cuentas y dice, además del 15% que me quitan, se suman los 2 puntos del IVA de julio y como tengo el sueldo congelado hace dos años por ser alto cargo mientras a los demás les han subido el 3%, se me pone en más del 20%. Como ven se ha sumado 15 más 2 más 3 igual a 20. Es lo que se llama suma ideológica o adición demagógica, porque matemática, lo que se dice matemática, no es. Eso lo repetirá entre sus allegados que sufrirán los mismos recortes conviniendo con ella que Zapatero les baja un 20%, lo que supone un cuarto de su sueldo o incluso cerca de la mitad. Es la magia de los números que cuando son favorables son apenas nada y si perjudican, se edematizan como las grandes mentiras.

Al final han creado un estado de opinión contrario al imperante, al de aquellos que no son funcionarios y a los que les ha parecido de miedo que la crisis la paguen los servidores civiles, dicho en anglosajón de Valencia. Contra acción, reacción.

Lo que pasa es que no todos los funcionarios son altos cargos, ni disponen de las ventajas que tienen algunos. A diferencia de Reino Unido, Francia o Alemania, nuestra experiencia del Estado de bienestar es más reducida por reciente, y del mismo modo, la experiencia democrática es más cara que la dictatorial. Tampoco nos llegó el Plan Marshall, qué coño.

Es difícil entender que Extremadura necesite por cada 100 habitantes 8,5 de empleados públicos cuando Madrid se arregla con 6,7, más que los 6 de Andalucía con la fama que tienen, pero mucho más ardua es la comprensión de que a Cataluña les basten 4 o 4,5 a la Comunidad valenciana. Pero eso no es nada si comparamos, ya tomando en cuenta los estados de la Unión, que España cuenta con 9,5 empleados de las administraciones por cada 100 habitantes activos y Dinamarca sean 25,7, o Francia un 17% y Reino Unido un 15%.

Cuando queremos tener dotaciones y servicios, cuando requerimos menores esperas en los ambulatorios, más clases de apoyo para nuestros hijos o más celeridad para arreglar los baches, estamos demandando más empleados del Estado. Siempre podemos hacer como el Partido Popular que exigía más seguridad reduciendo la plantillas de los cuerpos de policía y guardia civil o apostar por la escuela pública regalando solares a los colegios privados, pero si queremos más servicios es necesario que alguien los preste.

Por ejemplo, una de las inexcusables, es lograr mayor rapidez en la administración de justicia; y de nuevo aparece el alma española, capaz de lo mejor y de lo peor, o la impresentable tardanza del Constitucional para con el Estatuto catalán o la velocidad de Varela para sodomizar a Garzón. Años u horas son las unidades de medida, según convenga, espada flamígera o linternita de acomodador de sesión continua; una justicia cuyas carencias no siempre se deben a problemas de falta de recursos, de ordenadores superferolíticos, ni de personal de apoyo, basta un interés personal para que se ilumine el cielo o caiga la noche.

Y creo que es en ello dónde reside esta boba polémica sobre la función pública. No es cuestión, en este sentido, de quién paga los servicios, sino de que el empleado actúe de la forma adecuada, en forma y tiempo, de forma igualitaria, sin prebendas reales ¿es cohecho impropio el aceptar servicios sanitarios de primerísimo nivel, escogiendo día y hora, ciudad y hospital, sin listas ni pausas? Porque lo que queremos es que los gobernantes, -empleados públicos, no lo olviden- estén a lo que deben. El tiempo que algunos perdieron probándose trajes y chalecos, estableciendo pequeñas amistades del alma, queriéndose ovoidalmente, cazando en países exóticos, adquiriendo propiedades, palacios, chalés, fincas, quemándose la nariz y abrasando púberes, espiando a compañeros, planificando chantajes, aceptando coches, relojes, zapatos, bolsos, todo ese tiempo nos lo deben, porque era un tiempo remunerado, porque estaban, están, en nómina del Estado; igualmente todo el tiempo que están perdiendo en su defensa, en su arrogancia, en su desfachatez, nos lo deben. Todo ese tiempo tienen que pagarlo o devolverlo.

Son esos empleados públicos a los que hay que aniquilar, porque entienden la función pública como un castigo, la confunden con la pena de los servicios comunitarios pensada para los gamberros. Quizá sea por eso. A esos interventores que no vieron nada entre tanta mierda, a esos inspectores de hacienda que sacan una paralela por 150 euros de un mal sumador y se les pasan las cuentas de tíos con zoológico privado, a los que les prescriben los plazos por estafa, a los que no generan órdenes de busca y captura, a los que con el lío que tenemos deciden hurgar en la Diagonal de Barcelona o inauguran tres veces la misma obra, encargan estudios ridículos o aceptan fundaciones execrables, a toda esa panda que está a otra cosa y cobran del Estado, hay que decirles adiós cuando toque si han sido electos y largarles si son funcionarios. La oposición debe valer para habilitarlos, no para inmunizarlos y hacerlos perpetuos.